En los tres últimos días, este blog se ha llenado de reseñas sobre series y plataformas, como si me hubiese metido a vivir en un sofá con la manta de la ficción por encima. Y quizá sí. Lo hice para escapar. No me avergüenza decirlo. Quería hablar de otras vidas para no enfrentar la mía, o al menos para no tener que desnudarla aquí, donde me sentía libre.
Antes de eso, estuve callada durante semanas. Y también puse en privado muchas entradas. No fue casual: fue una decisión tomada desde el cansancio. Me agoté de justificarme, de explicar por qué contaba lo que contaba. Me cansé de las críticas, de las acusaciones, de los juicios. Hubo incluso amenazas de abogados por mostrar realidades demasiado sinceras y no ficcionales. Ya no me quedan amistades. No me quedan.
Y sin embargo, si algo aprendemos en el primer curso de la Universidad es que la literatura es ficción. Siempre. Por eso nunca es un trasunto exacto del autor, ni siquiera la poesía. Con esa premisa deberíamos entender hasta las autobiografías: son construcción, son mirada, son forma. Es una lección de primera. Pero parece que muchos la han olvidado —o nunca la aprendieron.
Después de intentarlo todo —hablar, dialogar, buscar entendimiento— llegué a una conclusión dolorosa: las personas no siempre se entienden hablando. Y eso también duele. Pero me ha dolido más dejar de escribir. Porque escribir es mi terapia, mi forma de ordenar el mundo, de no rendirme.
He decidido volver. Con otra piel, quizás. Con más capas, si hace falta. Puedo ficcionalizar. Puedo camuflar. Puedo narrar en tercera persona lo que en realidad nace desde muy adentro. Porque no quiero callarme más. No quiero esconderme, ni ceder más terreno a las personas autoritarias. Si algo me ha enseñado este tiempo de silencio, es que dejar de contar lo que me duele no hace que duela menos. Solo me hace sentir más sola.
Rescaté algunas entradas, aquellas que no sonaban tan personales. Y ahora me asomo a otras posibilidades: puedo escribir cuentos, una novela, fragmentos, piezas sueltas, reflexiones disfrazadas de ficción. El abanico es amplio. Ya veremos qué forma toma lo que necesita decirse.
Y aun así, escribo para mí. No tienes por qué leerme.
“El Cuarto de atrás”
A Sara
Durante días escuchó un golpeteo rítmico, apenas perceptible, como un dedo contra el cristal. Primero pensó que era la madera, dilatándose con el cambio de tiempo. Después creyó que era el perro del vecino, que siempre parecía estar a punto de escribir una novela con sus uñas en el suelo. Pero no. El sonido venía de dentro.
Al tercer día se levantó con la certeza de que algo no iba bien. Lo supo por el modo en que la cafetera tartamudeó antes de encenderse, como si dudara de su función en el mundo. Lo supo porque encontró una hoja arrancada en el suelo, con su propia letra, pero sin recuerdo de haberla escrito.
“Estás encerrada en una versión de ti que no te corresponde”, decía la nota. Eso, y nada más. Ni firma ni fecha ni margen.
Siguió el sonido. A veces se callaba justo cuando ella lo buscaba, como si la casa también jugara al escondite. Pero siempre volvía. Tic. Tic. Tic.
Al final lo encontró. Era en el cuarto de atrás, el que había dejado de usar desde que dejó de escribir. Allí, entre cajas y polvo, encontró su cuaderno negro. Cerrado, pero con las páginas agitadas, como si respiraran. Dentro, cada frase que alguna vez había tachado aparecía intacta, como si la tinta retrocediera por las venas del papel.
El golpeteo era eso: las palabras queriendo salir.
Cerró la puerta, bajó las persianas. Dejó la casa en penumbra y se sentó en el suelo, con el cuaderno abierto sobre las piernas. No escribió nada nuevo. Solo leyó. Y mientras lo hacía, el ruido cesó.
Desde entonces duerme mejor. Y escribe, aunque sea con seudónimo, aunque nadie la lea. Dice que ya no le importa. Que el cuarto de atrás no se ha vuelto a cerrar. Que basta con eso.


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