
« Je me révolte, donc nous sommes. »
(Me rebelo, luego existimos.) L’Homme révolté (1951) — Albert Camus
Sólo la verdad puede enfrentarse a la injusticia.
Cuando una quiere despertar en Gaza no solo sueña con poder abrir los ojos ese día, sino también comprobar si aún existe la casa que te cobija, si el pan que guardabas no se ha acabado, si queda agua que no huela a podredumbre, si tus hijos respiran todavía, si el hospital más cercano sigue en pie o ya fue convertido en escombro, si esa noche que apenas has dormido no era la última. Es vivir contando los segundos con miedo, es caminar con la certeza de que el cielo puede desplomarse en cualquier instante, es habituarse a la desesperación como quien se acostumbra al frío, es vivir sin vivir.
Y mientras esto ocurre, el mundo calla. Mientras esto ocurre, los gobiernos se excusan, los parlamentos miran hacia otro lado, los organismos internacionales redactan resoluciones que se archivan en cajones polvorientos, y los líderes repiten frases huecas que no alimentan ni protegen a nadie. Netanyahu ordena y justifica, Donald Trump se exhibe en su arrogancia obscena, Putin se deleita en su juego de guerra perpetua, el presidente de China mide su silencio con precisión quirúrgica, los dictadores de turno aseguran su poder sobre cadáveres, y aquí, más cerca, Ayuso, Feijóo, Abascal, y tantos otros representantes de gobiernos que se autodenominan democráticos, eligen no pronunciar la palabra genocidio, no vaya a ser que se atraganten, no vaya a ser que se interprete como un gesto humano.
¿Cómo pueden dormir en sus camas todos ellos? ¿Cómo pueden volver a sus casas, besar a sus hijos, firmar contratos, asistir a cenas oficiales, mientras en Gaza los niños mueren de hambre, las madres entierran a sus bebés, los hospitales implosionan sin medicinas, las escuelas se vacían en segundos bajo el estruendo de una bomba? ¿Cómo puede un ser humano soportar semejante contradicción sin quebrarse por dentro?
No se trata de bandos ni de ideologías, no se trata de justificar un terrorismo contra otro, se trata de lo esencial: el derecho a la vida, el derecho a comer, a beber, a encender la luz, a no temer cada día que puede ser el último. Pero lo que debería ser obvio se vuelve imposible porque los líderes del mundo están poseídos de sí mismos, ciegos de poder, sordos a la compasión, incapaces de la empatía más mínima, indiferentes al dolor que provocan.
Las guerras son deleznables, los ejércitos que destruyen en vez de proteger son deleznables, los mandatarios que se escudan en el cálculo político son deleznables, las organizaciones globales que tardan meses en decidir lo evidente son deleznables. Y nosotros, ciudadanos fatigados de nuestras propias vidas duras y precarias, no tenemos derecho a decir “que se apañen ellos”, porque ellos somos nosotros, porque nuestra indiferencia sostiene la impunidad, porque el silencio nos hace cómplices.
No basta con conmovernos un instante, no basta con un titular que nos sacuda y después olvidemos, no basta con mirar imágenes de cuerpos envueltos en mantas y apagar la televisión. No basta porque cada minuto de silencio es un minuto más de hambre, un minuto más de sufrimiento, un minuto más de muerte.
El silencio nunca fue la receta. El silencio es complicidad. Callar es avalar. Y ya hemos callado demasiado.
Y si yo fuera ellos… En realidad, soy ellos. No soy mejor que ellos
Me despierto con los ojos ardiendo, con la garganta seca, con el corazón encogido, y no sé si mis hijos siguen vivos en la habitación de al lado, no sé si habrá pan o si tendré que mentirles diciéndoles que mañana comeremos, no sé si al salir a la calle volveré entera o me convertiré en cifra, no sé si la luz se apagará para siempre, no sé si la bomba caerá aquí o allí, no sé nada salvo que tengo miedo, salvo que estoy cansada de tener miedo, salvo que el mundo sabe lo que me pasa y calla, salvo que grito en silencio y nadie escucha, salvo que sigo viva pero cada día un poco menos, salvo que mi vida depende de la voluntad de hombres poderosos que nunca conoceré y que nunca querrán conocerme, salvo que respiro porque todavía no han decidido que deje de hacerlo.


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