Sirat: entre el sol y la luna, el límite de lo humano

“Cuando salga del shock será terrible”. La frase, pronunciada por un personaje, se convierte en la clave de toda la experiencia. Porque Sirat no busca que el espectador disfrute, se reconcilie o salga aliviado. Su propósito es otro: golpear, desarmar, sacudir. Salí del cine sin saber si me había gustado o no, pero con la certeza de haber asistido a una película que deja una herida abierta.

Fui a verla sin haber leído nada, apenas con la vaga información de que narraba el viaje de un padre y un hijo al sur de Marruecos para buscar a una hija desaparecida hace cinco años en una rave. También sabía que aparecía un perro, Pipa, aunque casi nadie lo mencionaba en las sinopsis. Lo que encontré fue muy distinto: una obra que se sirve de ese argumento mínimo para desplegar un retrato cruel de la humanidad contemporánea, atrapada en sus contradicciones y condenada a la derrota.

Los personajes de Sirat son inadaptados. Han huido de sus hogares y familias para inventar en la rave una comunidad alternativa, una familia de desarraigados. Pero esa comunidad no salva ni protege. Se confían, piensan que nada malo ocurrirá, se tranquilizan con la ilusión de estar acompañados. Muy pronto descubren lo contrario: nadie ayuda a nadie, el desierto no perdona, la violencia no se detiene. Lo que prometía ser un refugio se convierte en una intemperie absoluta.

Laxe no los retrata con compasión, sino con una mirada despiadada. Los personajes resultan ridículos, ingenuos, casi patéticos en su autosuficiencia. Hacen preguntas que delatan su propia inseguridad —“¿ese coche será bueno para el desierto?, ¿quién nos ayudará si nos pasa algo?”—, pero terminan contradiciendo sus propias palabras, abandonados a su suerte, incapaces de sostenerse unos a otros. Son personajes mutilados física y psicológicamente, expuestos en toda su fragilidad y en todo su antagonismo. En ellos late la tensión constante de los opuestos: valentía y cobardía, pertenencia y soledad, deseo de vivir y resignación ante la muerte.

Esa contradicción se refuerza en la propia estética de la película. El sol abrasador y la luna solitaria se enfrentan como un yin-yang que atraviesa a los personajes y al paisaje. La luz amarilla del día contrasta con la nocturnidad absoluta de las escenas de rave. Cada plano es hipnótico, lento, pictórico, como si estuviera suspendido en un tiempo detenido. Los diálogos son escasos, casi irrelevantes, porque la palabra ha perdido su fuerza; lo que queda es gesto, silencio, mirada.

Los temas se despliegan con una claridad cruel. La música no funciona como liberación, sino como anestesia; las drogas no conducen a la trascendencia, sino al vacío; la violencia sustituye a la solidaridad; la cobardía erosiona cualquier intento de valentía. La resignación aparece como la única salida: cuando no queda nada por perder, todo da igual. La película arrastra con ella a niños, inválidos, perros, todos ellos sacrificados en un destino sin mística ni espiritualidad.

El contexto histórico es esencial para entender la dureza de Sirat. El desierto que vemos no es un espacio vacío, sino un territorio marcado por la historia del Sáhara Occidental, el enfrentamiento entre Marruecos y el Frente Polisario y los campos de minas que todavía permanecen sin explotar. Esa geografía cargada de violencia invisible convierte cada plano en un recordatorio de la guerra latente, de las heridas coloniales nunca cerradas y de la amenaza constante que acecha bajo la arena. Laxe filma un desierto que no es metáfora, sino escenario concreto de una violencia soterrada.

El título mismo añade densidad simbólica. En la tradición islámica, sirat es el puente estrecho que conduce al juicio final, un pasaje más delgado que un cabello y más afilado que una espada, que cada alma debe cruzar tras la muerte. Esa imagen resume la película: los personajes caminan siempre al borde del abismo, sin saber si podrán dar un paso más sin caer en la condena. Laxe los coloca sobre ese puente frágil y los observa sin ofrecer redención.

Su cine dialoga con otros autores radicales. En la dureza de la mirada y la negación del consuelo, Laxe recuerda a Michael Haneke, que también confronta al espectador con lo que no quiere ver. En la lentitud contemplativa y en la importancia del paisaje, puede acercarse a Albert Serra, cineasta catalán que ha trabajado con tiempos dilatados y atmósferas opresivas. Sin embargo, la diferencia es decisiva: Serra tiende a lo barroco y a lo estético, mientras Laxe apuesta por la crudeza seca, por una poética de la intemperie que no busca belleza sino impacto.

En esa poética lo que se impone es la crueldad. No hay ternura ni piedad. No hay espiritualidad ni mística. No hay reconciliación ni posibilidad de redención. La película impacta porque se niega a dar consuelo. Y lo hace con una conciencia clara de la hipocresía del espectador: nos sentimos en shock ante la derrota de los personajes, pero permanecemos indiferentes ante la derrota diaria de pueblos enteros en la vida real.

Por eso es difícil imaginar a Sirat triunfando en Hollywood. No porque carezca de valor, sino porque el cine americano necesita redenciones, historias de superación, narrativas que devuelvan al espectador a casa reconciliado con la vida. Laxe ofrece lo contrario: un espejo que devuelve una imagen insoportable.

De ahí que la crítica, acostumbrada a juzgar en categorías de gusto o de mercado, tropiece también ante una obra como esta. ¿Cómo dictar sentencia sobre una película que no busca gustar? Sirat no se mide en estrellas ni en premios: se mide en la herida que deja abierta, en el shock que prolonga más allá de la sala.

Y al final, lo más inquietante no es lo que ocurre en la pantalla, sino lo que ocurre en nosotros. Esa sensación de haber visto algo que nos supera, esa incomodidad de no saber si nos ha gustado, ese estado de shock que no desaparece. Como advertía aquel personaje, cuando por fin despertemos del shock, será terrible.


Temas y referencias para contextualizar la película

  • Inadaptación: personajes incapaces de encajar ni en su familia original ni en la comunidad que han inventado.
  • Ridiculez y autosuficiencia: seres patéticos en su ingenuidad, confiados en que nada malo les pasará.
  • Contradicción yin-yang: luz y oscuridad, día y noche, sol y luna, valentía y cobardía, comunidad y soledad.
  • Sacrificio de inocentes: niños, inválidos, perros, todos arrastrados en la «caída».
  • Música y drogas: catarsis, anestesia, huida del mundo sin trascendencia.
  • Violencia y cobardía: el hombre como lobo del hombre, incapaz de tender la mano.
  • Paisaje y naturaleza: el desierto como personaje cruel, sin compasión.
  • Contexto histórico: conflicto del Sáhara Occidental, Frente Polisario, muro marroquí y campos de minas aún activos.
  • El título “Sirat”: referencia islámica al puente estrecho del juicio final, símbolo del abismo.
  • Referencias cinematográficas: Michael Haneke (la violencia sin redención), Albert Serra (lentitud y contemplación).
  • Recepción crítica y cultural: la imposibilidad de que Hollywood premie una obra que niega redención.
  • Reflexión sobre el espectador: la hipocresía de conmoverse en la sala pero aceptar la violencia real sin sobresaltos.

Al fin y al cabo, Sirat no habla solo de un viaje en busca de una hija perdida, sino de un territorio entero marcado por la desaparición, la guerra y la violencia soterrada: el Sáhara Occidental, atravesado por un muro de separación y por miles de minas que siguen activas bajo la arena. En ese paisaje de peligro invisible, Oliver Laxe nos recuerda que la verdadera amenaza no es solo la que «estalla», sino la que permanece latente, esperando.


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