Entre montañas y silencios: un viaje al Courel

No se llega a Seceda por casualidad. Hay que querer llegar. Y también hay que saber esperar.

Las carreteras que conducen hasta allí no están pensadas para la prisa; serpentean entre montañas tan antiguas como indómitas, bordeando barrancos, abriéndose paso entre helechos y castaños, y obligándote, curva tras curva, a mirar. Porque en O Courel, cada tramo del camino es un paisaje nuevo: formas escarpadas que mutan con la estación, colores que se adensan en otoño o estallan en primavera, una bruma que lo transforma todo en algo casi sagrado. No hay dos miradas iguales desde allí arriba, ni siquiera cuando se repite la ruta.

Y, de pronto, en medio de esa geografía que parece no haber sido tocada del todo, aparece Seceda. No con ruido ni con presencia altiva, sino como quien sabe que no necesita llamar la atención para ser inolvidable. El silencio allí no pesa: se escucha. Las casas, hechas de pizarra, piedra y madera, parecen encajar con una precisión natural en el paisaje, como si hubieran nacido de la misma roca. Junto con Froxán, Seceda es una de esas aldeas que Galicia ha protegido no solo por su arquitectura o su historia, sino por la forma de vida que todavía defienden sus habitantes.

Porque allí aún vive gente que ha elegido quedarse, o volver. Personas que un día decidieron alejarse del ruido —del literal y del simbólico— y empezaron a disfrutar del tiempo de otro modo: más lentamente, más cerca del suelo. En Seceda la existencia no se mide en notificaciones, sino en estaciones, en cosechas, en la lluvia que empapa los caminos o en el sol que tarda en calentar la piedra por las mañanas.

Este fin de semana fuimos todos, la familia entera, y más que un viaje fue un reencuentro con lo esencial. Habíamos alquilado una casa rehabilitada que dejaba entrar el aire por algún rincón, como si el paso de las horas se resistiera a desaparecer del todo. La lluvia no cesó, y de hecho, por momentos, cayó con una intensidad casi torrencial que no permitió apenas salir, ni caminar, ni explorar los alrededores. Pero no nos importó demasiado porque dentro, bajo ese techo compartido, fuimos recuperando algo que a menudo olvidamos: que estar juntos, sin más, vale más que cualquier excursión o visita planificada.

No había televisión. No había conexión a internet. Llevamos juegos, cocinamos, nos reímos, sacamos un karaoke que hizo que hasta los más tímidos cantaran. No necesitábamos más; lo que importaba ya estaba ahí.

Yo, sin embargo, tuve que marcharme antes. Mi gato está enfermo, muy enfermo. Terminal. Lo traje conmigo a casa para que, si llega el momento, no sea en un lugar extraño, sino rodeado de lo que conoce, de lo que le ha sido siempre hogar. Y desde entonces, llevo dos días sin quitarle la vista de encima, acompañándole en este tramo final con una mezcla de tristeza, ternura y esa atención vigilante que solo da el amor. Hoy, al volver a la rutina, a este lunes que no entiende de despedidas ni de pausas necesarias, me cuesta horrores separarme de él.

Y pienso en el contraste: allí, en Seceda, todo parecía fluir a su ritmo; aquí, todo corre como si lo esencial pudiera esperar. Y no puede. Lo que vivimos en ese pueblo perdido entre montañas, sin apenas cobertura ni comodidades modernas, fue un recordatorio de que el tiempo compartido, el calor humano y la cercanía sincera son tesoros que no deberían posponerse. Que, a veces, basta una casa antigua, una buena conversación, una canción desafinada y una lluvia persistente para entender lo que realmente importa.

O Courel sigue ahí, impasible, intacto, esperando a quien quiera entrar en su geografía salvaje. Pero lo que nos llevamos de él no es solo paisaje: es una forma de mirar, de estar, de cuidar. Y esa forma, cuando se cuela dentro, ya no se va.


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