Este mediodía he «consumido» el vídeo, como tantas otras personas, pero no consigo sacármelo de la cabeza, y no porque me haya sorprendido lo que se muestra —porque, por desgracia, muchas sabemos que este tipo de escenas ocurren más a menudo de lo que se graba— sino por lo que ha venido después, por lo que se ha dicho, por cómo algunos, incluso desde posiciones de autoridad, se han atrevido a relativizar, a disculparlo, a envolverlo en una nube de comprensión mal entendida, pronunciando frases como “hay que verse ahí dentro” o “hay que entender la presión de ese trabajo”, como si el agotamiento pudiera justificar que alguien agarre a un bebé por la cara, lo gire como si no doliera, le meta la cuchara de manera brusca en la boca sin mirar, sin hablar, sin atender a su llanto ni a la expresión de su cuerpo que, aunque aún no tenga palabras, sí está diciendo que eso es un límite, que eso duele, que eso asusta, que eso no es cuidado, sino violencia.
No, no hay que verse ahí dentro. No hace falta haber trabajado en una escuela infantil ni haber estado al frente de una clase de lactantes para saber que lo que se ve en ese vídeo no está bien. Lo que hace falta es otra cosa: conciencia, respeto, límites éticos y una comprensión profunda de lo que significa tener en las manos, cada día, la vida de una persona que no puede defenderse. Porque si tu cansancio te lleva a tratar a un bebé como si no fuera un ser humano, si tu manera de gestionar la rutina incluye sujetar, forzar, empujar, apurar, imponer, entonces no puedes estar ahí. Y punto.
No se trata de exigir perfección. No se trata de negar las condiciones precarias, los horarios imposibles, la falta de apoyo. Todo eso existe, y es urgente transformarlo. Pero en medio de todo eso, hay algo que no se puede perder nunca: la capacidad de mirar al niño como alguien valioso, sensible, vulnerable y digno. Y si esa mirada se ha perdido, si te has endurecido hasta el punto de no ver que lo que estás haciendo genera sufrimiento, entonces es mejor parar. No un rato. No hasta que se calmen los ánimos. Parar del todo. Hacer otra cosa. Dejar ese lugar a alguien que sí pueda sostenerlo con presencia.
Porque no estamos hablando de un gesto desafortunado. Estamos hablando de un patrón. De una forma de ejercer el poder sobre los cuerpos más frágiles. De una idea del cuidado entendida como gestión del tiempo, como disciplina del silencio, como automatismo sin alma. Y eso no solo ocurre en Torrejón de Ardoz. Eso ocurre en cientos de centros, cada día, donde el niño es visto como una tarea, como un número, como una boca que debe cerrarse cuanto antes, como un obstáculo para que el día termine sin complicaciones.
Lo que más me duele, lo que me revuelve y me hace escribir esto, no es solo lo que le pasa a ese bebé —aunque eso ya sería suficiente—, sino la forma en que se toleran estas actitudes bajo el pretexto de que “todos lo hemos hecho alguna vez”, como si eso convirtiera lo intolerable en aceptable, como si la costumbre pudiera lavar la violencia, como si el número de veces que se repite un acto lo convirtiera en correcto.
No. Hay límites que no se cruzan. Y si se cruzan, no se disculpan. Se reconocen. Se asumen. Se reparan. Y se hace todo lo necesario para que no vuelvan a suceder.
Yo no quiero hablar hoy de orfanatos en guerra ni de redes internacionales de abuso, aunque sé que existen y que sus horrores son infinitamente peores. No. Hoy quiero quedarme aquí. En este vídeo. En esta ciudad. En este gesto. Porque si no somos capaces de nombrar con claridad lo que ocurre cuando hay cámaras, cuando hay padres, cuando hay leyes, ¿cómo vamos a tener el coraje de nombrar lo que pasa en los márgenes, donde no hay nadie que mire?
La infancia no es un banco de pruebas para las frustraciones del adulto. No se puede tocar el cuerpo de un niño sin conciencia, sin cuidado, sin amor.
Y quien no sea capaz de comprender esto, no puede estar ahí. Ni un día más.
El respeto hacia el niño es la primera condición para su desarrollo armónico.”
—Maria Montessori


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