Contra la pena de muerte, siempre

Sé que este tema levanta ampollas y despierta opiniones encendidas en todas direcciones, pero me siento en la necesidad —moral, política y humana— de decirlo con claridad: estoy radicalmente en contra de la pena de muerte, en todos los contextos, sin excepciones, sin matices que la suavicen ni circunstancias que la justifiquen.

No puedo aceptar, por muy atroz que sea un crimen, que la respuesta de un Estado —que debería tener como pilar la defensa de la vida— consista en arrebatarla, fríamente, calculadamente y legalmente. Creo, con toda convicción, que cuando legitimamos la ejecución como castigo, estamos dejando de ser una sociedad que busca justicia para convertirnos en una sociedad que normaliza la venganza, que institucionaliza el asesinato, que consiente convertirse en verdugo.

Recientemente, Amnistía Internacional ha publicado un informe demoledor: en 2024 se registraron más de mil quinientas ejecuciones en el mundo, un 32% más que el año anterior, y la cifra más alta desde 2015. La mayoría de esas muertes se concentra en países como Irán, Arabia Saudí e Irak, en muchos casos por delitos que ni siquiera deberían conllevar penas tan desproporcionadas, como es el caso del tráfico de drogas. El informe es un grito que debería despertarnos, sacudirnos e interpelarnos como especie.

Lo más escalofriante de todo es la indiferencia burocrática con la que se mata en nombre de la ley: hay fecha, hay hora, hay protocolo, hay firmas, hay uniformes, hay testigos, y todo se ejecuta con una aparente normalidad que hiela el alma. Pero ningún Estado —ninguno— tiene derecho a decidir quién vive y quién muere. Porque hacerlo no nos hace más seguros, ni más justos, ni más civilizados. Nos hace más duros, más cínicos, más lejanos del ideal humano que muchas veces decimos defender.

Yo creo en la justicia, pero no en el castigo como espectáculo ni como forma de equilibrar la balanza. La cárcel —con todas sus limitaciones, con todas las reformas que necesita— puede ser un espacio para reparar, contener y, en el mejor de los casos, transformar. Pero matar no repara, no educa, no previene, no devuelve nada. Solo perpetúa el ciclo de violencia bajo un manto de legalidad.

Puede que esta opinión moleste a algunos, que resulte incómoda o impopular, pero no me importa. Hay momentos en los que hay que alzar la voz sin temer al qué dirán, y este es uno de ellos. Porque cuando dejamos de defender la vida, incluso la de quienes han cometido los actos más reprobables, estamos dando pasos hacia atrás como seres humanos. Y yo, desde este rincón del mundo y de la palabra, no quiero quedarme en silencio.


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