Cero en empatía: Cuando la infancia más vulnerable queda expuesta


“Cero en empatía”, le dice Michael a su hermano Elliott en E.T. el Extraterrestre, después de que este haya mencionado, casi sin querer, que su padre está en México con otra mujer. La madre, dolida por la noticia, se retira de la escena, y Michael —con más sensibilidad de la que a menudo se le atribuye a los adolescentes— pronuncia esa frase breve, sencilla y demoledora. Cero en empatía. Y aunque la película es de 1982, esa frase sigue atravesando décadas como una lanza. Porque seguimos viendo eso mismo en muchas escuelas: adultos, adolescentes, estructuras enteras que suspenden en empatía, que no ven, que no escuchan, que no saben o no quieren sostener el sufrimiento de los más vulnerables.

La figura de E.T. es mucho más que un extraterrestre tierno. Es un símbolo del excluido. No habla como los demás, no se comporta como se espera, no pertenece al círculo donde se ubica. Lo buscan para encerrarlo, diseccionarlo, estudiarlo. Tiene que esconderse en un armario entre peluches para poder sobrevivir. Solo Elliott lo ve realmente, y aún así, no puede protegerlo del todo. ¿Qué diferencia hay entre E.T. y muchos niños y niñas con discapacidad que, en nuestras aulas, viven la experiencia de ser los diferentes? A menudo, ellos también hablan otro lenguaje, tienen otros ritmos, otras maneras de percibir el mundo. A menudo, ellos también se ven obligados a ocultarse, a fingir, a retraerse. A menudo, ellos también son perseguidos, burlados, ignorados o incluso violentados.

Y no son casos aislados. Esta misma semana, en el Instituto Torres Quevedo de Santander, un adolescente de 16 años con parálisis cerebral fue brutalmente agredido por cuatro compañeros. Grabaron la agresión y la difundieron. El vídeo se hizo viral. El chico está bajo tratamiento psicológico. La Fiscalía ha pedido medidas de alejamiento para los agresores. En otro punto del país, en Almendralejo (Extremadura), otro joven de 16 años denunció haber sido agredido física y sexualmente por cuatro compañeros. Los hechos ocurrieron dentro del centro. El protocolo se activó cuando el daño ya era irreversible.

¿Y qué hacemos mientras tanto? ¿Seguimos diciendo que son “cosas de niños”? ¿Que la juventud está perdida? ¿Que ya no hay valores? ¿Seguimos sin asumir que la violencia entre menores no solo existe, sino que se ha vuelto más cruda, más visible, más viral?

Desde aquí quiero decir algo que me importa: no pretendo culpar al profesorado, y menos aún meter a todos en el mismo saco. Conozco muchos docentes valientes, comprometidos, que hacen todo lo que pueden y más, muchas veces sin recursos, sin apoyo institucional, cargando con responsabilidades que no les corresponden y sin descanso emocional. Esta entrada no es contra ellos. Es contra un sistema que no los protege ni los acompaña. Que les exige sin darles herramientas. Que los deja solos frente a situaciones extremas. A ellos, gracias. Y a quienes miran hacia otro lado, les pido que empiecen a detenerse en lo que ocurre y no les pase desapercibido.

El problema no es la existencia de protocolos —que los hay, al menos sobre el papel—, sino que son «protocolos»redacciones» pensadas para más tarde, para cuando ya ha pasado lo irreparable. No existe en la mayoría de los centros un seguimiento preventivo y riguroso de los niños y niñas con discapacidad. No hay recursos humanos para que haya vigilancia real durante los recreos o los cambios de clase. No hay tiempo ni espacio para una tutoría emocional donde se hable de respeto, de consentimiento, de dignidad. No se enseña a poner límites ni a pedir ayuda. No se forma a los estudiantes en empatía real. Y así, los más frágiles —los que no pueden defenderse, los que hacen lo que se les dice para ser aceptados, los que no tienen lenguaje, o lo tienen pero no saben cómo usarlo para nombrar el miedo— quedan totalmente expuestos.

Y como si no bastara, la violencia ya no se esconde. Se graba. Se comparte. Se convierte en contenido. El dolor del otro se vuelve espectáculo. La risa se multiplica en likes. Y el cuerpo herido, el niño que llora, se transforma en carne de pantalla. Lo inaceptable se normaliza y lo brutal se banaliza.

En este contexto, es legítimo —y necesario— hacerse preguntas de fondo. ¿Es la violencia algo que forma parte de nuestra naturaleza? ¿Somos crueles por instinto? ¿Nacemos así o nos volvemos así? Filósofos como Thomas Hobbes ya lo dijeron: el ser humano es violento por naturaleza, competitivo, egoísta, y necesita leyes y estructuras para contenerse. Rousseau, en cambio, defendía la idea contraria: que nacemos buenos, sensibles, pero es la sociedad la que nos corrompe. Hannah Arendt habló de la banalidad del mal, de cómo actos terribles pueden ser cometidos por personas comunes, simplemente por no pensar, por seguir órdenes, por no sentir. Hoy, más que nunca, esa pregunta filosófica suena con urgencia: ¿qué tipo de sociedad estamos construyendo si permitimos que la infancia más vulnerable sea destruida a plena luz del día y grabada en vídeo para entretenimiento?

En otro momento hablaré del acoso que sufren los docentes. Porque también existe; muchos son maltratados por alumnos y familias. Pero hoy quiero hablar de los niños que no pueden expresarse, de los que se esconden en un rincón del aula, como E.T. entre los peluches o de los que no entienden por qué los agreden; de los que obedecen porque nadie les enseñó que tienen derecho a decir que «no».

Y si hemos llegado al punto en que un menor con discapacidad puede ser agredido, violado, grabado y difundido sin que se actúe con urgencia, entonces el problema ya no es pedagógico sino ético y estructural. Es un grito del alma.

Me atrevo a proponer desde aquí algunas líneas de acción que no son revolucionarias, pero sí urgentes:

– Formar a todo el profesorado en diversidad, empatía, y prevención del acoso como parte esencial de su carrera. 
– Aumentar el personal de apoyo en los centros, para que ningún niño esté solo o sin vigilancia. 
– Crear espacios regulares de tutoría emocional y convivencia real, donde los alumnos puedan expresarse con seguridad. 
– Limitar, regular o directamente prohibir el uso de móviles en zonas no supervisadas del centro. 
– Acompañar a las familias en la educación emocional de sus hijos e hijas. 
– Establecer protocolos preventivos, no solo reactivos, especialmente para el alumnado con necesidades especiales. 
– Y, sobre todo, dejar de mirar para otro lado.

La referencia a E.T. nace desde la ternura, no desde la comparación directa. No pretendo equiparar realidades distintas, sino señalar cómo, a veces, tratamos con crueldad y desprecio a quienes simplemente no responden a nuestras expectativas de normalidad.