Diario de visionado. Lo que empezó como una recomendación de mi hermana terminó convirtiéndose en una de esas experiencias que te atraviesan sin que lo esperes. Me dijo: “Tienes que verla, es distinta a todo lo demás”. Y tenía razón.
Me costó engancharme a The White Lotus. Durante los primeros episodios no sabía bien qué estaba viendo: ¿una sátira elegante?, ¿una tragedia camuflada?, ¿una farsa llena de humor negro o una crítica sociológica disfrazada de entretenimiento de lujo? Pero pronto entendí que esa ambigüedad era parte del hechizo: lo que parece un simple retrato de vacaciones en un resort exclusivo se transforma en una experiencia narrativa y estética que incomoda, fascina y —si estás atenta— hasta te deja pensando en tus propias contradicciones.
Cada temporada nos traslada a un hotel diferente, donde clientes adinerados y empleados de sonrisa forzada comparten una semana en la que todo está a punto de estallar. La primera entrega transcurre en Hawái: naturaleza exuberante, espiritualidad de postal y heridas coloniales disfrazadas de bienestar. La segunda, en Sicilia, deslumbra con ruinas clásicas, sexualidad contenida y pulsiones en ebullición. Aquí el lujo no es solo decorado: es el personaje silencioso que todo lo deforma.
Ambas arrancan con un cadáver. Pero la muerte es solo el marco: lo importante es lo que ocurre antes. Lo que se pudre por dentro. Personajes llenos de privilegios que, lejos de estar en paz, viven encerrados en sus propias trampas: parejas que se repiten, hijos que no escuchan, maridos que no se soportan, mujeres que negocian su libertad como pueden. Hay estereotipos, sí, pero llevados con tanta inteligencia que acaban revelando una profundidad inesperada. Algunos se transforman. Otros se acomodan. Y algunos, sencillamente, se hunden.
Uno de los mayores placeres —y provocaciones— de la serie es los diálogos. No están pensados para rellenar escenas, sino para sacudir. Son largos, cargados de ironía, de dobles capas, de reflexiones que a veces parecen sacadas de ensayos o tratados sobre nuestra época. Recuerdo uno especialmente en la primera temporada, sobre la sexualidad masculina y la comparación entre hombres y monos. Detrás del humor está el espejo. No es fácil mirarse en él.
Y The White Lotus no suaviza nada. Aquí hay sexo explícito, cuerpos torpes, excesos, vómitos, drogas, escatología sin adornos. La cámara no se esconde ni idealiza. La belleza del paisaje convive con la podredumbre del alma humana. Es como si la serie dijera: “esto es lo que hay debajo de tu spa de cinco estrellas”.
La música de Cristobal Tapia de Veer —que varía en cada temporada sin perder su esencia— ya forma parte del imaginario de la serie. Esa mezcla de ritmos tribales, voces desquiciadas, tensión creciente… acompaña la caída de los personajes con una elegancia siniestra. Lo mismo ocurre con la cabecera visual, llena de detalles que anticipan, ocultan, insinúan. Cada plano, cada objeto decorativo, cada elección estética tiene algo que decir.
Y entonces, cuando crees que ya lo has entendido todo, aparece alguien. Un rostro conocido de otra temporada. Alguien que sobrevive, que regresa, que arrastra lo vivido. Esa continuidad sutil, sin necesidad de explicaciones, le da a la serie una dimensión más profunda: la del tiempo que pasa y no perdona.
La crítica ha sido generosa con la serie, y con razón. No solo por su factura técnica o su guion afilado, sino porque se atreve a mostrar lo que incomoda: la frivolidad, el vacío disfrazado de éxito, la violencia emocional de quienes pueden pagar para que todo parezca armonía. No hay redención fácil, pero sí momentos de verdad. Y eso, en un mundo de apariencias, es casi un milagro.
Ahora estoy viendo la tercera temporada, ambientada en Tailandia. Otro santuario del bienestar, otro intento de escapar de uno mismo. Todo es distinto, pero la herida sigue abierta: los mismos gestos, los mismos errores, el mismo silencio cuando cae la noche.
Gracias, hermana, por insistirme. No sabía que me estabas regalando una clase de filosofía contemporánea con vistas al mar.
Porque The White Lotus no solo se ve: se piensa, se siente, y en cierto modo… se sobrevive.


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