The Chosen no es solo una serie, es una propuesta narrativa que se atreve a imaginar los márgenes del Evangelio, a respirar en los huecos que los textos sagrados dejan abiertos. Desde el primer episodio, y sobre todo en los capítulos finales de cada temporada, se percibe una emoción contenida, una tensión que crece lentamente hasta estallar en escenas conmovedoras, inesperadas, a veces incluso desconcertantes.
La primera temporada me sorprendió por su sencillez honesta, su forma de contar sin adornos excesivos, pero fueron esos finales —de cada ciclo— los que me desarmaron. Hay un cuidado exquisito en la construcción del clímax, que nunca es espectacular en términos de efectos, pero sí en profundidad emocional.
Jesús, interpretado con sensibilidad por Jonathan Roumie, no es aquí el icono solemne al que estamos acostumbrados. Es cercano, espontáneo, bromista, alguien que no renuncia al placer de compartir una comida ni al gozo de estar con los suyos. Muchas veces se refiere a sí mismo como rabino, término que aparece con naturalidad y que recuerda constantemente su contexto cultural y espiritual: no un dios caído del cielo, sino un maestro judío en su tierra y su tiempo.
Y, sin embargo, hay escenas en las que ese Jesús —tan humano, tan cálido— parece volverse casi un hechicero, sobre todo al sanar. Los momentos de curación, por la forma en que están rodados —con cámaras lentas, luces celestiales y una música épica subrayando la transformación— resultan a veces más teatrales que espirituales. No es que falte emoción, pero hay un ligero desajuste entre lo que se cuenta y cómo se cuenta. Algunas curaciones rozan lo caricaturesco, como si el milagro necesitara un espectáculo para ser creíble.
Y sin embargo, la serie se sostiene en los personajes secundarios. Son ellos —Pedro, Mateo, María Magdalena, Simón el Zelote, Andrés, Bartolomél— quienes nos permiten entender las múltiples formas de seguir a alguien como Jesús. Ninguno es plano, ninguno es perfecto. Todos dudan, se enfadan, se rompen. Jesús a menudo desaparece, se aleja, no da explicaciones, y deja a sus seguidores en un estado de desconcierto que se siente real, moderno, intensamente humano.
Uno de los grandes aciertos de la serie es su ambientación profundamente respetuosa con el judaísmo del siglo I. Las comidas, los rituales, las oraciones, las tensiones internas de la comunidad… Todo se muestra con una delicadeza que rara vez hemos visto en otras producciones sobre la vida de Jesús, donde suele primar la imagen cristianizada y descontextualizada. Aquí, por el contrario, todo tiene raíz, peso, historia.
En cuanto a la música, The Chosen logra algo admirable: evocar sin invadir. No hay grandes bandas sonoras de orquesta, ni melodías impostadas. Lo que escuchamos es orgánico, emocional y perfectamente integrado en la narrativa. Cada nota acompaña, pero no eclipsa. Es una música que respira con la escena, que se detiene cuando debe, y que emociona cuando no lo esperas.
A diferencia de otras producciones religiosas recientes, donde los rostros son inexpresivos, los diálogos artificiales y los escenarios generados por inteligencia artificial, The Chosen se siente viva, tangible, auténtica. Las miradas tienen profundidad, el polvo en los pies parece real, las lágrimas no son simuladas. Todo parece haber sido hecho con manos humanas y corazón despierto.
Y qué decir de la escena en la que Jesús camina sobre las aguas, en la tercera temporada… No haré spoiler, pero pocas veces se ha retratado un momento sobrenatural con tanta belleza emocional y sobriedad visual. No es solo el milagro lo que conmueve, sino la intimidad del gesto, la relación que sostiene.
Hay una frase, dicha por Jesús, que resume su carácter en esta versión: “Dicen que soy un glotón, un bebedor… porque disfruto de la vida”. Esa ironía tan marcada, esa autoaceptación ligera y humana, es uno de los grandes logros del guion. Aquí, el Nazareno no está por encima: está entre ellos, con ellos, a veces incluso detrás de ellos, observando, esperando que cada uno encuentre su camino.
Y aunque muchos pasajes se citan palabra por palabra de los Evangelios —con fidelidad escriturística—, la serie se permite imaginar los intersticios, los silencios, las noches en vela, las risas en medio del polvo. Esa es su gran osadía: mostrar lo que la Biblia no escribió, pero que tal vez sí ocurrió.
Los medios han ofrecido miradas muy variadas: hay quien la considera la mejor serie religiosa de todos los tiempos, y quien opina que rompe con una imagen sagrada demasiado arraigada. En lo personal, creo que The Chosen logra lo más difícil: hacer pensar, conmover y acercar. Y eso no lo consigue cualquiera.
Más adelante hablaré de las dos últimas temporadas, porque hay escenas, diálogos y giros que merecen su propio espacio, su propio análisis. Por ahora, me quedo con este eco suave: el de una serie que no busca gritar una verdad, sino invitar a mirar desde otro ángulo al Hombre que caminó entre nosotros.


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