Después de un tiempo sin escribir, os pido disculpas por haber estado ausente. A veces la vida se llena de momentos que merecen ser vividos plenamente, alejándonos de las pantallas para entregarnos a las sensaciones del presente. Este ha sido mi caso en Madrid, una ciudad que nunca deja de sorprenderme y que me ha regalado días llenos de descubrimientos, emociones y aprendizajes.

Madrid, nuestra capital, es un lugar de contrastes donde lo histórico se entrelaza con lo moderno, donde cada rincón parece guardar un secreto, una historia que contar. Durante mi estancia, tuve la suerte de disfrutar de la increíble oferta cultural que siempre tiene preparada: exposiciones que abarcan desde lo clásico hasta lo contemporáneo (hablaré de ello), museos que invitan a perderse en ellos durante horas, calles llenas de arte urbano y edificios que hablan de siglos de historia. Todo ello envuelto en el frío característico del invierno madrileño, ese aire fresco que acaricia el rostro y parece despertar los sentidos.

El tiempo, aunque frío, fue generoso. Días soleados que invitaban a pasear sin prisas, descubriendo los pequeños detalles que hacen de Madrid un lugar único. La amabilidad de su gente, siempre dispuesta a ayudarte o a regalarte una sonrisa, me recordó que en el bullicio de una gran ciudad también puede haber humanidad. Los turistas llenan las calles, sí, pero hay un respeto implícito que permite la convivencia armónica de tantas culturas y estilos de vida diferentes. Es fascinante cómo Madrid puede ser un mosaico intercultural tan vibrante. Hasta me sorprendí intercambiando sonrisas con desconocidos. ¡Viva la buena energía!

No puedo hablar de Madrid sin mencionar su gastronomía. Desde las tradicionales tapas hasta las propuestas más innovadoras, cada comida fue un pequeño festín. Entre tapa y tapa, me di cuenta de que Madrid no solo alimenta el cuerpo, sino también el alma. Aunque confieso que no resistí la tentación de repetir en La Mallorquina… ya dos veces. ¿A quién no le pasa? Las tardes en este emblemático lugar, disfrutando de sus pasteles (sobre todo las mjilhojas de merengue), o las visitas a las tiendas de violetas, esas pequeñas joyas dulces que parecen encapsular la esencia de la ciudad, son recuerdos que atesoro. Madrid es un lugar donde los sabores cuentan historias y donde cada bocado parece tener un significado especial.

Por supuesto, la experiencia no habría sido la misma sin la compañía de mi familia. Compartir estos momentos con ellos le dio un valor incalculable a cada día. Caminar juntos por las calles, maravillarnos con las mismas cosas, reírnos de anécdotas y disfrutar de la presencia mutua. Estas son las verdaderas joyas de cualquier viaje. En cada paseo con mi familia, me sentí como la protagonista de una película de reencuentros, con banda sonora incluida: risas, pasos sobre el adoquín y alguna que otra broma tonta que solo nosotros entendemos. Incluso los animales formaron parte de esta conexión, recordándome lo importante que es la compañía leal y silenciosa que ofrecen (Roupa y Coco, gatos de mi hermana, mi cuñado y mi sobrino)

Uno de los puntos culminantes de mi estancia fue asistir al musical Los Pilares de la Tierra (regalazo inesperado de Reyes), una experiencia que merece una entrada aparte. La emoción, la música y la puesta en escena me transportaron a otro mundo. Al salir del teatro, pensé que si Ken Follett se hubiera cruzado conmigo, le habría invitado a tomar un chocolate con churros. Tal vez le habría convencido de escribir una secuela ambientada en Madrid. Ahora sueño con volver para ver El Libro de los Mormones, porque Madrid siempre deja algo pendiente, una excusa para regresar.

Aunque Santiago de Compostela tiene sus propias virtudes y una magia inigualable, esta visita a Madrid fue una desconexión necesaria. Aunque mi corazón sigue dividido entre Madrid y Santiago, confieso que Madrid me trató como una de esas tías lejanas que no ves en años y, cuando lo haces, te llenan de cariño, historias y… demasiados postres. A pesar de los dolores físicos que me acompañan, estos días me ofrecieron un respiro, un renacer emocional. Me recordaron el poder del arte, de la cultura y de las conexiones humanas para sanar y revitalizar.

Madrid, con su limpieza, su respeto y su diversidad, me regaló mucho más que simples días fuera de casa. Me ofreció una perspectiva renovada, una oportunidad para reconectar conmigo misma y con los demás. Y ahora, ya de vuelta, espero seguir compartiendo estas vivencias y reflexiones, porque cada experiencia merece ser contada, cada momento tiene su luz propia.


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