Sé que puedo parecer muy dogmática y casi intolerante, pero una de las cosas que menos soporto en esta vida es la mentira, la gente mentirosa, en definitiva. Me pregunto por qué las personas mienten, qué persiguen con ello, por qué crean mundos paralelos de manera interior y te comunican otras razones que no tiene que ver con las que suceden realmente en sus cabezas. Creo que nunca miento. Nunca lo he hecho. Opto por el silencio. Mi marido me ha dicho que eso es también una manera de mentir, pero yo no lo creo.

Es cierto que no soy suficientemente fuerte ni asertiva, como os dije, para expresar claramente lo que siento y menos cuando tengo que enfrentarme a hombres heteropatriarcales, que lo dominan todo levantando la voz. Soy incapaz, Me enredo con las palabras. Además, intento mantener la calma hasta que me puede el genio y entonces exploto. Ahora ya mucho menos. Mi hijo con discapacidad lleva al extremo lo de decir la verdad, porque no distingue los límites, y es capaz de decirte lo que le pasa por la cabeza, sea lo que sea.

Esta es la base de reflexión para escoger si resulta mejor la verdad, la mentira, o una tercera opción, que puede ser el silencio.

A mí me gusta mucho escuchar a las personas, aunque hablo bastante. Pero puede ser que el camino del silencio sea el más acertado. Ayer pasé un día terrible de dolor y malestar emocional y opté por meterme en mi habitación, poniendo audios de música, acompañada de mi gato Gros y de mi perro Lor, escuchando el viento y dejando que el mundo transcurriera alrededor. Ví pasar las horas, dormí, y el silencio fue reparador en este caso. Pero no opté por el silencio porque sí, sino porque me dolió mucho una mentira, que hoy me parece ridícula ya. Mi sensibilidad me puede y me tumba y tengo que aprender a fortalecerme, endurecerme, relativizar y destacar el sentido del humor, que lo tengo bastante apagado. ¡Con lo bueno y curativo que es reir!.

Pensando en todo esto, regreso a Lor y Gros. Ambos poseen un modo muy honesto y directo de comunicarse. Lor nunca ‘miente’; si algo no le gusta, lo demuestra con un gruñido suave, y si está feliz, mueve la cola con todo su cuerpo, como si no existieran matices. Gros, en cambio, es un maestro del silencio. Puede pasarse horas observándome con esa mirada de sabiduría felina, como si entendiera lo que pasa dentro de mí sin necesidad de palabras. Quizás ellos, con su simplicidad, tienen la respuesta a muchas de mis preguntas.

La verdad, la mentira y el silencio son elecciones que inevitablemente moldean nuestras relaciones. A veces me pregunto qué significa ser auténtica. ¿Es decir siempre la verdad, incluso cuando puede herir? ¿O quizás es más auténtico guardar silencio para protegernos o proteger a otros? Las mentiras pequeñas, esas que a menudo llamamos «piadosas», ¿son menos dañinas, o solo una forma más de evitar lo incómodo?

El silencio, por otro lado, tiene un lenguaje propio. Lo he vivido en momentos donde las palabras simplemente no alcanzaban. Una vez, en una discusión acalorada, opté por no decir nada más. Me costó, porque quería expresar lo que sentía, pero sabía que no sería escuchada. Con el tiempo entendí que ese silencio no fue una renuncia, sino una manera de cuidar mi paz.

Esto me recuerda a personajes como Atticus Finch en Matar a un ruiseñor, cuya serenidad y capacidad de guardar silencio en medio del conflicto son un ejemplo de fortaleza. O quizá a Elizabeth Bennet, de Orgullo y prejuicio, quien no teme hablar su verdad, pero también sabe cuándo quedarse callada. Ambos caminos tienen su sabiduría.

Al final, quizás no haya una respuesta única. La verdad, la mentira y el silencio no son absolutos; son herramientas que usamos según lo que sentimos y necesitamos en cada momento. Lo importante es que esas elecciones nos acerquen a nuestra propia paz y nos permitan construir relaciones más honestas y humanas.


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