Esta entrada ha sido creada con IA a partir del prompt «Misericordia» y su relación con lo acontecido en la República Democrática del Congo. He ido conduciendo a la IA hacia donde quería llevarla. Y el resultado, bastante aceptable y serio, es el que os ofrezco.
Hay palabras que pesan más de lo que deberían, que se arrastran en la boca y en la historia como una piedra imposible de soltar. Misericordia es una de ellas. No es ligera como el perdón ni tibia como la compasión. Su raíz es dura: miser, desdicha; cor, cordis, corazón. Un corazón que siente la miseria ajena.
En su origen, la palabra no tenía una connotación exclusivamente religiosa, sino que implicaba una sensibilidad, una apertura hacia el sufrimiento del otro. No era simplemente indulgencia o piedad, sino una respuesta emocional profunda, una disposición a actuar desde la comprensión en lugar de la dureza.
El latín cordis, raíz de corazón, también está presente en palabras como concordia (cuando los corazones laten juntos, en armonía) y discordia (cuando los corazones están divididos, en conflicto). En este sentido, la misericordia se sitúa en un punto intermedio: es el reconocimiento de la discordia, del sufrimiento y la injusticia, pero sin responder a ella con más violencia. Es una elección de ruptura con el ciclo del daño.
Pero, ¿qué se hace con ese peso? ¿Se arrastra como una carga inútil? ¿Se endurece hasta volverse indiferencia? O, por el contrario, ¿se elige no replicar el daño recibido?
En el este del Congo, la guerra no es un episodio aislado, sino un río subterráneo que nunca deja de fluir. Desde hace décadas, las luchas por el control del territorio y los recursos han teñido la región de un conflicto interminable. Desde 2022, el grupo rebelde M23, con el apoyo de Ruanda, ha tomado ciudades, desplazado comunidades enteras y convertido la selva en un campo de batalla. A finales de enero de 2025, el M23 tomó Goma, y el 16 de febrero, Bukavu, la segunda ciudad más importante del este de la República Democrática del Congo. La ofensiva ha dejado al menos 2.000 muertos y cientos de miles de desplazados. El gobierno congoleño ha anunciado un gobierno de unidad para hacer frente a la crisis, mientras la comunidad internacional reacciona con rapidez ante otras guerras, pero aquí el silencio pesa tanto como las balas. África, una vez más, es un conflicto ignorado.
Pedir misericordia en este contexto parece absurdo, casi ofensivo. ¿Cómo se habla de compasión cuando la injusticia sigue viva?
Los estoicos como Séneca hablaban de la clemencia no como debilidad, sino como una decisión consciente de no perpetuar el ciclo del daño. Para ellos, la verdadera fortaleza no estaba en devolver el golpe, sino en contenerlo. Un ejemplo clásico es el del Emperador Marco Aurelio que escribió en sus Meditaciones sobre la importancia de la ecuanimidad y la misericordia. En lugar de aniquilar a sus enemigos, optó por integrarlos, evitando así más derramamiento de sangre innecesario. Para los estoicos, la venganza era una reacción impulsiva, una muestra de esclavitud emocional que solo perpetuaba el conflicto. La clemencia, en cambio, era la señal de una mente libre.
Hannah Arendt entendió el perdón como una forma de romper con la cadena de violencia, evitando que el pasado dicte el futuro. Su análisis del totalitarismo la llevó a reflexionar sobre cómo las sociedades pueden superar los traumas de la opresión sin quedar atrapadas en un bucle de represalias. En su obra La condición humana señala que el perdón es la única manera de evitar que la historia se convierta en una repetición ineludible del mismo dolor. Un ejemplo concreto es la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica, impulsada por Nelson Mandela y Desmond Tutu tras el apartheid. En lugar de optar por castigos masivos, se ofreció la posibilidad de reconciliación a quienes confesaran sus crímenes. Arendt habría visto en este proceso un intento de impedir que el rencor estructural definiera el futuro de la nación.
Jacques Derrida, por su parte, decía que solo tiene sentido perdonar lo que parece imperdonable. En su obra el autor plantea una paradoja: si perdonamos solo lo que es excusable, no es realmente perdón, sino cálculo. El verdadero perdón, según él, ocurre cuando se concede sin justificación, cuando se ofrece incluso a quien no lo merece. Un ejemplo de este tipo de pensamiento se vio en la posguerra de Ruanda, donde miles de familias tutsis tuvieron que convivir con los asesinos de sus parientes tras el genocidio de 1994. En muchos casos, la reconciliación fue impuesta por las circunstancias más que por la voluntad, pero en otros, emergió de una decisión genuina de romper con la lógica de la violencia.
No se trata de olvidar. No se trata de callar la injusticia. Pero ¿qué pasa cuando el deseo de venganza solo alimenta más destrucción?
Quizás la verdadera resistencia no está en devolver el golpe, sino en negarse a ser su reflejo. Tal vez, en algún rincón de la historia, la única revolución posible sea la de un corazón que, en lugar de repetir la herida, decide cerrarla.


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