La ternura no es un adorno ni un lujo para los momentos felices. No es un susurro tímido en la infancia ni un recurso de la nostalgia. La ternura es un lenguaje, un modo de estar en el mundo, una forma de tocar y dejarse tocar sin temor, sin la coraza de la prisa o la distancia del orgullo.

Nos han acostumbrado a pensar que la dureza protege, que el control es sinónimo de fortaleza, que necesitar ternura nos hace débiles. Nos han dicho que la independencia consiste en no esperar nada de nadie, en no buscar abrigo ni apoyo en los otros, como si la piel no necesitara ser acariciada y la mirada no ansiara el calor de otra mirada que la reconozca. Pero lo cierto es que nadie sobrevive sin ternura. Podemos fingir que no la necesitamos, ocuparnos en otras cosas, llenar los vacíos con ruido, con excusas, con la rutina de cada día. Pero, tarde o temprano, llega el momento en que el cuerpo y el alma la reclaman.

La ternura no es solo el roce de unas manos ni la dulzura en una voz. Es la forma en que alguien nos llama por nuestro nombre con cuidado, como quien sostiene un objeto valioso. Es el gesto involuntario de acomodar la manta a quien duerme, la paciencia infinita de quien escucha sin interrumpir. Es el roce cálido de un perro que se acomoda a nuestro lado, confiando en que estaremos allí cuando despierte. Es, también, el sol filtrándose por la ventana en la mañana, envolviendo el día en una promesa silenciosa.

Y sin embargo, qué difícil nos resulta, a veces, ser tiernos. No porque no queramos, sino porque nos han enseñado a desconfiar de la ternura, a verla como algo ingenuo, como un descuido que puede volvernos vulnerables. La ternura supone el atrevimiento de mirar con afecto, de acercarse sin miedo, de tocar con cuidado, sin la urgencia de la posesión. El problema no está en la sexualidad, sino en la forma en que hemos reducido la ternura a una experiencia exclusivamente sexual, como si solo pudiera existir dentro de ciertos límites, como si no pudiera ser un gesto cotidiano y libre. Pero la ternura no es un deseo, no busca dominar ni consumir. Es una entrega sutil, sin exigencias, sin peso. Es estar con el otro sin querer cambiarlo, sin buscar nada más allá del simple hecho de compartir un instante de calidez.

Lo pienso y me doy cuenta de cuántas veces hemos reprimido un gesto de ternura por miedo a que fuera malinterpretado. De cuántas veces hemos querido tocar un rostro con delicadeza y hemos retirado la mano, de cuántas veces hemos querido escribir un mensaje sincero y lo hemos borrado, de cuántas veces hemos necesitado una caricia y no la hemos pedido. Y sin embargo, cuando alguien nos da su tiempo sin apurarnos, sentimos que el mundo se vuelve un lugar un poco más habitable.

Porque la ternura es eso. Es la sensación de llegar a casa, incluso cuando estamos lejos. Ojalá nos permitamos ser más tiernos. Ojalá no dejemos que el miedo nos quite la posibilidad de serlo. Ojalá sepamos reconocer la ternura cuando nos llegue, aunque sea en formas inesperadas. Y ojalá, sobre todo, aprendamos a darla sin reservas, sin miedo a que se desperdicie, sin miedo a que no sea correspondida.


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