Hoy llueve. Es una de esas lluvias que parecen no tener prisa, que envuelven el paisaje en una serenidad gris, mientras las gotas resbalan y salpican la tierra. Gros, mi gato curioso, ha tenido su primer encuentro con la lluvia: una gotita en el ojo, y corrió de vuelta a casa, confundido, como si el mundo allá afuera fuese demasiado impredecible.
Me quedé mirando el jardín de atrás, lo que mi marido llama nuestro «jardín zen». Un término que, en nuestro caso, no implica piedras perfectamente dispuestas ni plantas podadas con precisión. Nuestro jardín crece a su manera: desordenado, libre, y un poco salvaje. No se pliega a planes ni expectativas. Y hoy, mirando ese caos hermoso, me di cuenta de algo: mi vida es como mi jardín zen.
Llevo años sintiéndome así, como si mi existencia creciera desordenada y sin control. Intento enderezarla, podarla, darle forma. Hago planes, busco caminos, y sin embargo, parece que todo se dispersa, como hojas al viento. Y ahora me pregunto: ¿qué pasaría si, en lugar de intentar controlarlo todo, aprendiera a amar este caos? Si me detuviera un momento, respirara, y simplemente lo observara, como hago con el jardín.
Tal vez, arreglar mi pequeño jardín sea más que una tarea pendiente: podría ser un símbolo de que estoy lista para aceptar y cuidar mi propia vida. No para controlarla, sino para acompañarla en su desorden, en su crecimiento libre, como una lluvia suave que, sin planearlo, renueva todo a su paso.
Si alguna vez te has sentido así, en medio del caos, quiero decirte que quizás no necesitamos enderezarlo todo de inmediato. Tal vez el primer paso sea abrir esa puerta, como hice con Gros, y atrevernos a notar la lluvia.



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