Hoy no ha sido un buen comienzo de semana, pese a lo que aventuraba ayer en mi última entrada. Me he esforzado por mantener el equilibrio, por cuidar, por sostener a quienes amo, por crear un espacio donde todo pueda fluir mejor. Pero esta mañana, Kike, que, como sabéis, tiene discapacidad, se fue con mi tarjeta y compró tabaco.
Parece algo trivial, ¿verdad? Una cajetilla más, un gesto cotidiano que tantas veces pasa desapercibido. Pero no lo es. Cada calada no es solo humo, es una advertencia, una fractura, un síntoma de una sociedad que convierte el veneno en hábito.
El tabaco y el alcohol son drogas. Esas palabras se nos han repetido tanto que ya no parecen significar nada. Las asociamos al ocio, al consuelo rápido, al alivio instantáneo. Pero, ¿y si dejamos de disfrazarlas con eufemismos? Son sustancias diseñadas para enganchar, enfermar y esclavizar. No hay término medio, no hay indulgencia inocente.
Los que producen, distribuyen y promocionan estas sustancias se disfrazan de legalidad mientras alimentan su riqueza a costa de vidas destruidas. Las campañas de prevención no son más que parches frente a un negocio que funciona con la sangre de las personas más frágiles. Esos intereses millonarios convierten cada cajetilla y cada botella en armas silenciosas, pero implacables.
Quienes más sufren son los vulnerables, los que ya cargan con demasiado peso. Porque el tabaco y el alcohol no llegan solos; se cuelan en las fisuras, en los momentos de desesperación, de incertidumbre, en esas grietas donde lo único que se busca es un poco de alivio. Y es ahí donde destruyen con mayor crueldad.

Pienso en Kike. En lo que quiero para él, en lo que todos deberíamos querer para quienes amamos: una vida donde no haya cadenas disfrazadas de elección. Porque estas sustancias no son libertad; son prisiones que nos venden envueltas en campañas ingeniosas y etiquetas llamativas. No hay belleza ni poesía en perderse entre el humo, ni en encontrar refugio en el fondo de un vaso.
Hace años, los escritores nos lo contaron con claridad. Baudelaire habló de los paraísos artificiales, pero nunca los defendió; los describió como cárceles. Dostoyevski pintó la decadencia del alma atrapada en los excesos. Hoy, esos relatos no han cambiado: siguen siendo advertencias que ignoramos a nuestra propia costa.
El problema no termina con quienes consumen; lo agravan quienes miran hacia otro lado, quienes normalizan estas adicciones como un mal menor, quienes lucran con la debilidad de los demás. Esos sepulcros blanqueados que sostienen un sistema tan tóxico como lo que venden.
No quiero ser indulgente con esto. No quiero callar. Cada botella, cada cigarrillo, es un recordatorio de que vivimos en un mundo que pone precio a nuestra salud y a nuestras vidas. Y, sobre todo, a las vidas de quienes más necesitan protección.
Hoy escribo desde la rabia, pero también desde el amor. Amor por Kike, por todas las personas vulnerables que merecen una vida plena, no una existencia atada a sustancias que roban su tiempo y su futuro. Ojalá podamos crear una vida más limpia, más libre, más digna. Porque si algo debemos exigir, es que nuestras historias y las de quienes amamos no estén marcadas por el humo y las sombras, sino por elecciones verdaderamente libres.


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