Hoy he recibido un mensaje por WhatsApp. Era breve, claro y directo, de esos que no dejan lugar a interpretaciones. Mi alumno me comunicaba, siguiendo el consejo de su psicóloga, que renunciaba a mi tutela académica. Supongo que debería haber asumido la noticia con serenidad: al fin y al cabo, cada persona tiene el derecho y la libertad de trabajar con quien considere. Pero debo admitir que me disgustó. No por la decisión en sí, sino por la manera de transmitirla.
Y aquí es donde me detengo a reflexionar. Parece que, con el tiempo, todo se ha simplificado demasiado. Hoy las palabras ya no vuelan ni pesan: son apenas un «enviado», un «visto», un «escribiendo…». Han quedado atrás los días en los que una conversación implicaba mirarse a los ojos, medir los silencios, valorar las pausas. Ahora los mensajes cruzan océanos en segundos, pero, irónicamente, parece que estamos cada vez más lejos unos de otros.
El poder de las redes sociales y de las aplicaciones de mensajería han cambiado para siempre nuestra forma de relacionarnos. Las normas de cortesía, la mínima etiqueta en las comunicaciones profesionales o personales, quedan relegadas por una falsa inmediatez. No nos detenemos a pensar en el impacto que tiene la forma en que decimos las cosas. El fondo puede ser correcto, pero la forma suele descuidarse, como si no importara.
Quizás este episodio sea un síntoma de nuestro tiempo. Quizás la psicóloga, como profesional, debería haber medido mejor la repercusión de su recomendación. No culpo a mi alumno; seguramente actuó con el mejor propósito, guiado por un consejo que, en mi opinión, perdió el contexto. Pero sí me preocupa esta pérdida colectiva de una habilidad esencial: la de comunicarnos, de respetar la palabra como un acto de creación y reconocimiento mutuo.
Creo que todos tenemos algo de responsabilidad. Hemos permitido que las herramientas tecnológicas nos atropellen, cediendo espacio a su eficiencia y olvidando lo que hace humanas nuestras interacciones: el tono, el tacto, la conversación. Y quizá también yo tenga algo de culpa. Puede que no supiera transmitirle la importancia de valorar la comunicación como un acto humano, y no solo como un intercambio de información.
Ahora bien, este no es un lamento nostálgico, ni un ataque a la juventud, ni una crítica a mi alumno. Es una invitación a detenernos, a pensar. Que no permitamos que lo «más fácil» sea también lo «menos humano».
He intentado acercarme al alumno enviándole mensajes de whatsapp, en un intento de que me escuche, pero tengo la sensación de que no recibiré respuesta.


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