«La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. […] Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.» Milán Kundera. La insoportable levedad del ser (1984)

Para mi prima Nerea, que me recuerda que el movimiento es una forma de resistencia y me manda lecturas para entender mejor el dolor.


Estoy escribiendo esto mientras escucho un audio de Javier García Campayo, especialista en Mindfulness. A mi lado está Cani, el perro al que cuido habitualmente, que va de un lado para otro, inquieto pero presente, recordándome que el cuerpo necesita moverse aunque a veces no pueda. Tengo también una infusión Relax de un litro que intentaré tomarme a lo largo del día, si bien, lo confieso, me cuesta. El cuerpo y la mente tienen tiempos distintos, y no siempre es fácil conciliarlos.

Últimamente he pensado mucho en La insoportable levedad del ser, ese libro de Milan Kundera que plantea la vida como una oscilación entre dos extremos: la levedad y el peso.

Para Kundera, la levedad es la falta de ataduras, el deseo de vivir sin cargas, sin consecuencias, como si cada decisión fuera irrelevante porque nada vuelve, porque todo ocurre una sola vez. El peso, en cambio, es lo que nos arraiga, lo que nos sujeta al mundo, lo que da sentido pero también lo que nos oprime.

Y en ese dilema entre peso y levedad, yo solo pienso en mi cuerpo, en el peso real, físico, que no es una metáfora, sino algo que se siente, que se sufre. No hay nada ligero en un cuerpo que duele.

Cuando el dolor físico secuestra la vida

Estos días lo he comprobado en carne propia. Me ha pasado algo que sé que le ocurre a muchas personas: la mente está clara, fresca, con ganas de hacer cosas, pero el cuerpo simplemente no responde. Se queda anclado en un dolor que lo absorbe todo, que lo filtra todo.

El dolor físico tiene esa particularidad: te obliga a estar en el presente, pero de la peor forma posible. No hay escapatoria, no puedes distraerte, no puedes huir de él. Es una cárcel invisible que te mantiene prisionera en cada movimiento, en cada respiración, en cada intento de seguir con normalidad.

Y lo peor no es solo el dolor en sí, sino la reacción de los demás.

«¿Por qué no vas al psicólogo?»

Cuando el dolor no se ve, cuando no es evidente en una radiografía o en un análisis, cuando no se traduce en un diagnóstico claro y rotundo, aparece la duda en los ojos de los médicos, en los comentarios bienintencionados de quienes no lo padecen.

«Quizá es estrés.»
«A lo mejor necesitas hablar con alguien.»
«El cuerpo refleja lo que la mente no resuelve.»

¿Y si no es eso? ¿Y si el cuerpo realmente está fallando, aunque no haya una explicación sencilla? ¿Por qué cuando el dolor no se entiende, inmediatamente se coloca en el terreno de lo psicológico?

No niego la conexión entre la mente y el cuerpo. Hay libros maravillosos que explican cómo el cerebro y los procesos inflamatorios están entrelazados. Pero una cosa es reconocer que la mente influye en el cuerpo, y otra muy distinta es invalidar el dolor físico solo porque no encaja en un cuadro clínico convencional.

La paradoja del dolor: estar atrapada en el cuerpo, pero invisible para los demás

Kundera hablaba de cómo la vida se siente más ligera cuando uno no se aferra demasiado a lo que ocurre, cuando fluye sin carga. Pero el dolor es todo lo contrario: es una ancla que te arrastra al suelo, que te hace consciente de cada milímetro de tu existencia.

-La gente continúa con su vida, pero tú no puedes seguirles el ritmo.
-No quieres quejarte demasiado porque cansas.
-Tampoco quieres minimizarlo porque no te toman en serio.
– No deseas resignarte, pero tampoco tienes otra opción.

Y en medio de todo eso, el dolor sigue ahí, robándote espacio, tiempo, energía.

Aprender a habitar el cuerpo de nuevo

No tengo soluciones mágicas. No sé si el dolor pasará pronto o si tendré que aprender a vivir con él. Pero mientras tanto, intento encontrar pequeñas estrategias para que no lo ocupe todo:

Cani y su forma de moverse libremente me recuerdan que el cuerpo, aun limitado, necesita movimiento.
La infusión Relax que intento beber durante todo el día es un recordatorio de que hay que cuidarse, aunque cueste.
El mindfulness en la voz de García Campayo me ayuda a no pelearme con el dolor, a no hacer que duela más de lo que ya duele.

Kundera decía que la levedad es efímera, que no deja huella, pero que el peso es lo que realmente nos da profundidad. Quizás, en ese sentido, el dolor también nos da algo: nos enseña a habitar el cuerpo con más conciencia, a encontrar equilibrio dentro de lo que parece insoportable.

El dolor físico es real, pero la vida también lo es. Y aunque a veces parezca que el cuerpo nos atrapa, seguimos aquí, resistiendo, habitándonos como podemos.

Y mientras tanto, aquí estoy, vestida como si estuviera a punto de enfrentar el invierno siberiano: una camisa polar verde de cuadros, una bata con estrellas por encima, un gorro de lana, una manta de lunares grandes de colores envolviéndome y un peluche blanco de perro delante de mí, como si fuera mi guardián silencioso.

Supongo que este es mi equilibrio entre peso y levedad: por dentro, Kundera y el existencialismo; por fuera, el disfraz de abuela excéntrica a la que solo le falta un gato en el regazo (para gatos…) tengo seis.

Así que, en el fondo, quizás sí hay un poco de levedad en todo esto.


Comentarios

Deja un comentario