Dedicado a las Marías Teresas
Tengo dos nombres, pero durante la mayor parte de mi vida solo he usado uno, el de María Teresa, aunque la primera mitad, María, siempre quedó en la sombra, relegada a un mero formalismo administrativo, a ese nombre que aparecía en papeles oficiales y que yo ignoraba con naturalidad. En Galicia, en España, durante mucho tiempo se ponía el «María» por costumbre, como un anticipo «aconsejado» por la Iglesia antes del verdadero nombre, el que realmente ibas a usar. No fui consciente de la importancia de ese primer nombre hasta hace apenas un año. Resulta que los extranjeros siempre te llaman por el primero, sin saber que, para mí, había sido casi un nombre fantasma. Y así, poco a poco, empecé a reconocerme en él, a identificarme con esa María que nunca me había acompañado. No deja de ser irónico: un nombre que siempre estuvo ahí y que, sin embargo, tuve que redescubrir.
El nombre María tiene, como sabemos, connotaciones profundamente religiosas. Evoca pureza, devoción y entrega, asociado a la Virgen María, figura central en la tradición cristiana. Durante siglos, ha sido sinónimo de protección y gracia, un nombre que, más allá de la fe, transmite una dulzura atemporal. Tal vez por eso, se convirtió en una especie de prefijo obligatorio en muchos nombres femeninos en España, aunque en mi caso, siempre estuvo latente, sin protagonismo, hasta que empecé a escucharlo en labios ajenos y a reconocer su belleza.
Mi familia, en cambio, no me reconoce cuando me llaman María. Se produce un instante de extrañeza, como si hablara de otra persona, como si el nombre no pudiera corresponderme. Pero yo cada vez siento que me pertenece más. Es un juego curioso: con mi nombre puedo hacer combinaciones infinitas. María Teresa, Mayte, Mari Té, Teté, Teresa, Teresita, Teresiña, Tareixa, Mari Tere, Cerecita. Cada uno tiene un matiz, un eco distinto. En casa me llaman de una forma, en el trabajo de otra, cuando alguien quiere convencerme usa una versión melosa, y cuando se enfadan, mi nombre se vuelve serio, cortante, definitivo. No es lo mismo un «Teresita» cariñoso que un «Teresa» con tono seco.
El nombre es un juego de espejos. En Alicia en el país de las maravillas (1865), Alicia se encuentra con seres que no entienden del todo su identidad, que juegan con las palabras y con el sentido del mundo. En particular, Humpty Dumpty, el zanco panco en español, protagoniza una escena memorable en Alicia a través del espejo (1871), donde afirma que «cuando yo uso una palabra, significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos». Este pasaje nos recuerda que el lenguaje no solo nombra la realidad, sino que la moldea y la transforma.

La idea de que las cosas cobran entidad a través del nombre tiene raíces aristotélicas. Para Aristóteles, el lenguaje es un reflejo del mundo y cada palabra debe corresponderse con la esencia de lo que nombra. Sin embargo, en el mundo de Alicia, y en nuestra realidad cotidiana, los nombres no siempre son fijos, sino que pueden desbordarse y redefinir la identidad de quien los lleva.
Los nombres nos nombran, pero también nos determinan. Son el primer signo de pertenencia, de espacialización. El nombre es lo que figura en el DNI, el que usaremos en trámites, el que quedará en los registros cuando ya no estemos. Con él puedes delinquir o hacer el bien. Y, sin embargo, en la intimidad, a veces ni siquiera lo usamos. ¿Cuántas personas en nuestra vida nos llaman solo con un susurro, sin necesidad de un nombre? ¿Cuántas veces un simple «tú» ha bastado para identificar lo esencial?
La literatura está llena de ejemplos sobre el peso de un nombre. En El desorden de tu nombre (1986), Juan José Millás juega con la idea de la identidad y el poder de las palabras, mostrando cómo el lenguaje nos configura y cómo la repetición del nombre puede generar un sentido de extrañeza. La identidad del protagonista se vuelve inestable a medida que se repite su propio nombre, revelando que lo que creemos fijo puede desmoronarse con el lenguaje. La sensación de desconcierto en torno a la propia existencia queda reflejada en la relación entre el nombre y la conciencia de uno mismo.
En Cien años de soledad (1967), Gabriel García Márquez refuerza el peso del destino a través de la repetición de los nombres dentro de la familia Buendía. José Arcadio y Aureliano son nombres que se repiten de generación en generación, arrastrando con ellos características y fatalismos heredados. La repetición de los nombres en Macondo crea un círculo de historia inescapable, donde los personajes parecen predestinados a reproducir los errores y las tragedias del pasado. En este sentido, el nombre no solo nombra, sino que condena a repetir la misma historia.
En El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco, el propio título nos sugiere que un nombre puede contener todo un universo de significados, pero que a la vez es frágil y efímero. La célebre frase final «Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus» significa «La rosa primigenia permanece en su nombre, pero solo conservamos nombres desnudos». Esto nos recuerda que el significado se disuelve con el tiempo y que, al final, solo queda la palabra, vacía de la esencia de lo que un día nombró.
¿Quién soy cuando me llaman de un modo y cuando me llaman de otro? ¿Es posible habitar dos nombres a la vez? Quizá sí. Quizá todos seamos un poco desdoblados, un poco Alicia cayendo en la madriguera, preguntándonos quiénes somos realmente cuando alguien nos llama.
Poema generado con IA, a partir de Jabberwocky
El Jabberteresiña
Tereboqueaba la brisna oscura,
con Teresiñas susurrantes,
cuando Maytí trepó la altura,
con voz de Tareixantes.
¡Cerecita, huye del Téterwock!
bramaba el viento de Teté,
y entre sombras de MarioTere,
brillaba un rastro en su andén.
Pero vino Teresona,
con su espada de Teresal,
y en un golpe de Mari Té,
cortó la sombra sin final.
Así el nombre, el espejismo,
el eco en su propia piel,
porque en cada voz distinta,
un reflejo de su ser.
¡Vaya!


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