Hay imperios que se construyen con la grandeza de una visión. Otros, como el de Donald Trump, se erigen sobre las ruinas de la empatía, los escombros de la verdad y la sombra de la codicia. No es un estadista; es un mercader de privilegios, un arquitecto del miedo, un vendedor de humo que ha pintado un Golfo de América donde solo hay un abismo entre elite y desesperanza.

Trump no disimula su desprecio por la humanidad común. No gobierna, comercia. No lidera, compra y vende lealtades. Su corazón late por los privilegiados, por aquellos que ven en la explotación un derecho y en la desigualdad un orden natural. Para los demás, solo quedan los restos de su banquete.

Si en su mandato anterior materializó un muro, hoy levanta otro de aranceles y hostilidades. No es más que una guerra económica que no tiene más bandera que su propio nombre y que sacrifica a trabajadores y pequeños empresarios en el altar de su ego. No es protección; es aislamiento. No es soberanía; es miedo vestido de poder.

Las fronteras de Trump no solo se marcan con muros y deportaciones masivas, sino con el destierro de la dignidad. Los migrantes no son números en su tablero, sino vidas que se desvanecen bajo la frialdad de su política. Expulsar al extranjero es su propósito ferviente, porque su visión del mundo se reduce a la piel, al apellido y al pasaporte. No es más que la América de los puros, de los que piensan que un país se hace fuerte cuando se cierra al otro, cuando convierte la esperanza en delito y la búsqueda de refugio en una afrenta.

Podemos callar. Podemos bajar la cabeza y fingir que esta historia no es la nuestra. Podemos hacer lo que algunos hicieron en tiempos de otros dictadores disfrazados de salvadores: mirar hacia otro lado, justificarlo o adaptarnos. Pero también podemos resistir. Podemos hacer de la palabra un escudo, de la denuncia un arma, de la verdad un grito que atraviese las paredes de su demagogia.

El imperio de Trump no es invencible. Lo sostienen el silencio y la sumisión. Y cuando estos se desmoronan, cuando la gente deja de temer, de callar y de obedecer, el imperio se vuelve solo un hombre. Y un solo hombre, por poderoso que parezca, nunca es más fuerte que un pueblo despierto.

Un Reflejo Orwelliano: Rebelión en la Granja y el Régimen de Trump

Si hay una obra que puede servir de espejo a lo que representa el liderazgo de Trump, esa es Rebelión en la Granja de George Orwell. En la novela, los cerdos, liderados por Napoleón, comienzan con una promesa de libertad e igualdad, pero terminan instaurando un régimen aun más opresivo que el de los humanos.

El paralelismo con Trump es innegable:

Como Napoleón, Trump se presenta como la voz del pueblo, como el salvador de los olvidados, solo para reforzar su propio poder y privilegiar a unos pocos. En la granja de Orwell, la realidad se reescribe para justificar la autoridad del líder. Trump también ha distorsionado la verdad, ha erosionado la confianza en los medios y ha convertido la mentira en estrategia política. Los animales de la granja, poco a poco, aceptan su sumisión por la manipulación constante. En la América de Trump, muchos han cedido a la resignación, a la idea de que su dominio es inevitable.

Pero Orwell nos deja una lección crucial: los imperios autoritarios no sobreviven sin la pasividad de sus súbditos. La resistencia empieza con la denuncia, con la claridad de la verdad frente a la distorsión.

Si algo podemos aprender de Rebelión en la Granja, es que la tiranía solo se sostiene mientras sus víctimas la acepten. Cuando el pueblo despierta, cuando rechaza el dogma y recupera su voz, el ciclo de la opresión puede romperse.