A las cinco de la mañana los mirlos ya están despiertos. Sus cantos resuenan entre los muros, se filtran entre las persianas y acarician el aire con su melodía líquida. En la distancia, el murmullo del agua que brota de la fuente de los gatos marca el ritmo de la madrugada.
Despierto con la sensación de que el mundo me llama con urgencia. No es el cuerpo el que me saca del sueño, es la mente. Se enciende como una máquina desbocada, desplegando imágenes, listas, tareas, responsabilidades pendientes que han dormido agazapadas en la sombra y ahora reclaman su lugar.
De repente, Alexa rompe la frágil calma con una música que rebota en las paredes como un torrente descontrolado. «Alexa, para», digo en un susurro que no me obedece. «Alexa, para», repito con la sensación de que mi propia voz es parte del ruido. ¿Por qué sonará de manera tan fuerte? Finalmente, el silencio regresa, pero el río de pensamientos sigue su curso, arrastrando listas de cosas por hacer, recordatorios urgentes y una sensación de vértigo que me agarra el pecho. ¿Cómo se puede contener un día que ya empieza desbordado?
Me levanto y, antes de lanzarme de lleno a la corriente de obligaciones, intento anclarme al cuerpo. Hago unos ejercicios de Chikung, las Ocho Joyas de Brocado, para estirarme y calmar la mente. Son movimientos lentos y fluidos, la respiración acompasada, el aire fresco de la mañana llenando los pulmones. Disfruto de un instante de tregua, un recordatorio de que mi cuerpo también merece ser atendido antes de que la prisa lo arrastre.
En mi mente, el día es un torbellino de compromisos, plazos, rostros, lugares a los que debo ir, mensajes que responder, obligaciones que cumplir. Me muevo como un viento que arrastra consigo a los demás, imponiendo mi ritmo, obligando a la casa entera a acompasarse a mi carrera contra el tiempo. Lo veo en sus rostros: el desconcierto, la inercia de seguirme porque no hay más opción. Mi frenesí se expande, se contagia. Soy el epicentro de la tormenta.
Y sin embargo, en medio de este caos, hay un respiro. Una visita inesperada, la novia de mi hijo, a quien no veía desde finales de enero. En un solo instante, el tiempo se dobla, se estira, se detiene. Esos minutos de conversación, de reencuentro, de pausa, son un regalo en el día que parecía no tener equilibrio. Como si el universo hubiera querido recordarme que no todo en la vida se mide en tareas cumplidas o en metas alcanzadas. A veces, lo mejor del día no es lo que logras, sino lo que compartes.
Respiro. Miro a mi alrededor. Tal vez el mundo no esté en mi contra, tal vez yo misma sea quien se ha puesto en una carrera sin meta. Quizás la clave no esté en hacerlo todo, sino en elegir qué merece ser hecho.
Mañana, cuando los mirlos vuelvan a cantar y el agua de la fuente siga fluyendo, el día esperará por mí. Pero tal vez, esta vez, lo reciba con menos prisa y con más presencia. Porque no se trata solo de tachar la lista de los trabajos pendientes, sino de encontrar momentos en los que el alma pueda descansar.


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