Hay libros que he empezado y nunca terminé. Algunos se quedaron con un separador a mitad de camino, otros se cerraron en un punto exacto donde, sin planearlo, sentí que ya había leído suficiente. También tengo libretas llenas de frases sueltas, pensamientos inconclusos que un día quise desarrollar y que ahora son huellas de algo que no llegó a completarse. Las películas, los proyectos, los mensajes que dejamos sin responder. ¿Qué pasa con todo lo que no terminamos? ¿Se pierde? ¿Nos espera en algún lugar? ¿O simplemente se transforma en parte de nosotros, aunque nunca lo hayamos llevado hasta el final?

Me gusta pensar que hay un valor en lo inacabado. Que no todo tiene que llegar a un cierre para haber valido la pena. Tal vez hay libros que no necesitamos terminar porque la parte que nos tocaba leer ya nos enseñó lo que tenía que enseñarnos. Tal vez hay conversaciones que no cerramos porque, sin saberlo, ya estaban completas. Vivimos en una cultura que glorifica la productividad, la idea de que todo lo que empezamos debe ser terminado. Nos dicen que hay que completar lo que se empieza, que no se puede dejar algo a medias porque es señal de debilidad, de falta de compromiso o de constancia. Pero, ¿y si lo importante no es llegar hasta el final, sino vivirlo mientras sucede?

A veces me pregunto cuántas cosas terminamos por obligación, simplemente porque nos hemos dicho que hay que hacerlo. Un libro que ya no nos dice nada, una serie que dejó de emocionarnos, un proyecto que ya no nos ilusiona. ¿Qué es realmente «terminar» algo? ¿Cerrar una historia, poner un punto final, tachar una tarea de la lista? ¿O es sentir que ya hemos vivido lo suficiente de eso para seguir adelante?

Lo inacabado no siempre es un fracaso. A veces es una puerta que se queda entreabierta, un espacio donde todavía pueden entrar nuevas posibilidades. Hay conversaciones que nunca cerramos, pero que siguen resonando en nuestra memoria. Hay lugares a los que no volvimos, pero que siguen habitándonos de alguna forma. Hay promesas que nunca cumplimos, pero que, en su propia manera, también nos enseñaron algo. Quizás, en lugar de ver lo inacabado como un peso, deberíamos verlo como un espacio de libertad. Porque no todo necesita ser concluido para haber sido importante.

Aprender a no terminar las cosas también es aprender a soltar. A aceptar que hay historias que no necesitan una conclusión para haber sido reales. Que hay vínculos que no se rompen, sino que simplemente dejan de estar en el mismo lugar. Que hay momentos que no se cierran, pero que siguen vivos en el recuerdo. Y sobre todo, que hay cosas que no terminamos porque, en el fondo, ya nos han dado todo lo que necesitábamos de ellas.


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