La cocina, ese lugar donde tus mejores intenciones y la cruda realidad a veces se encuentran para pelearse a gritos. El otro día decidí hacer unos pastelitos de brécol, nueces y queso italiano, acompañados de unas patatas al horno. Nada podía salir mal… o eso creía yo.
Ahí estaba yo, triturando brécol como si fuera un ritual zen, mezclando ingredientes con ese optimismo que solo alguien que no ha encendido el horno puede tener. La receta prometía unos pastelitos firmes, dorados y preciosos, como pequeñas esculturas comestibles. Pero cuando abrí el horno…
¡Oh, sorpresa! Aquello parecía más un campo de colinas desmoronadas que una bandeja de pastelitos. Se habían expandido, contraído, y en algunos casos… derretido. Las patatas, por su parte, habían decidido tomar una identidad abstracta, más cerca de «arte conceptual» que de guarnición.
En ese momento, confieso, mi mente hizo un «clic». ¿Por qué siempre salen así las cosas cuando realmente quieres que salgan bien? Ahí estaba la frustración, recordándome que mis habilidades de presentación culinaria son como mi sentido de la orientación: prácticamente inexistentes.
Pero el humor siempre rescata, y probé un trocito. ¡BOOM! La explosión de sabores era pura magia. El queso derretido, las nueces crujientes, el brécol delicado… Era como un festival en la boca, sin importar que visualmente pareciera un ensayo de la naturaleza para la formación de montañas.
El aquí y el ahora, versión culinaria, al estilo Thích Nhất Hạnh
Esta experiencia me recordó las enseñanzas del maestro zen Thích Nhất Hạnh en su libro El milagro de mindfulness, publicado originalmente en 1975, en un contexto muy distinto: el de la guerra de Vietnam. Thích Nhất Hạnh escribió esta obra como una carta para su comunidad, enseñando cómo encontrar paz y significado incluso en medio del caos.
En uno de sus pasajes más célebres, utiliza la metáfora de pelar una mandarina para explicar el poder del presente:
«Cuando comes una mandarina, puedes comerla con plena consciencia o no. Si estás atento a la mandarina, puedes ver y sentir su textura, saborear su dulzura. Si no estás atento, incluso mientras comes una mandarina, no estás realmente ahí. La mandarina no es real.» (¿No os recuerda también a la magdalena de Marcel Proust?)
Aunque mi mandarina en este caso era un pastelito de brécol, la lección es la misma: cocinar no es solo un medio para un fin. Es un acto de presencia, de conexión contigo misma. No importa si el resultado es imperfecto, lo importante es estar plenamente ahí, mezclando, horneando y probando.
Hacer las cosas tú misma: un acto de amor (y paciencia)
Cocinar tiene esa magia: te recuerda que no necesitas perfección para crear algo maravilloso. Incluso cuando los pastelitos parecen salidos de un experimento fallido, tienen el poder de reconfortar, de hacerte sentir orgullosa de lo que hiciste, con tus propias manos.
Así que, la próxima vez que tu comida no salga como esperabas, ríe, respira y disfruta del presente. Porque como dijo Thích Nhất Hạnh, el milagro no está en el plato perfecto, sino en el acto de hacerlo.
Haz, ríe, come. Y repite.


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