Esta es una entrada vivencial y seguramente sin falta de interés para el ser humano.
Son las 7:28 de la mañana y, contra todo pronóstico, la noche sigue aquí. Me levanté a las 6:25, haciendo caso a la sagrada norma de la Medicina Tradicional China, que dice que hay que despertar con el alba para acompañar los ritmos circadianos del cuerpo. Bueno, pues alguien debería avisarle a la MTC de que en Galicia eso no siempre es viable. Aquí el alba tiene su propio horario.
Para añadirle más emoción a la mañana, a las 7:00 ya había recibido a dos nuevos huéspedes: Ñajo, un perro de aguas que lidia con su ansiedad por separación como si protagonizara un drama existencial, y Mincha, una bichoncita que parece atrapada en una novela de Kafka, desorientada y sin saber muy bien cómo llegó aquí ni cuál es su propósito en este mundo. Hay que darle tiempo.
Mi casa se ha convertido en una guardería y hotel canino a jornada completa, y no es que la vida me haya traído hasta aquí por accidente. Si pudiera elegir un trabajo hoy en día, probablemente sería este. Porque entre ladridos y carreras por el pasillo también veo una oportunidad: una manera de que mi hijo, que tiene discapacidad, pueda encontrar su propio camino y aprender a valerse por sí mismo.
Hablando de mi hijo… él duerme todavía. Y no es que lo culpe, a veces yo también me dormiría voluntariamente en mitad del caos. No es nada fácil lidiar con la discapacidad y la dependencia en el día a día. Quienes viven esta realidad lo saben: tu vida se convierte en una maratón sin meta visible, un ejercicio constante de paciencia, logística y amor incondicional, con pequeños descansos para colapsar en el sofá sin culpa (pero con un perro en el regazo, seguro)
No lo digo con resentimiento, quizá con un poco de nostalgia de esa otra persona que fui. Esa que tenía 22 años y pensaba que la vida todavía le pertenecía. No recuerdo en qué momento exacto me convertí en cuidadora, pero debió de ser en algún punto entre la vigilia constante y la lista interminable de citas médicas. A partir de ahí, la lucha diaria se volvió la única rutina conocida, y aunque haya ayudas (familia, sobre todo, o Isa o Sarita), la realidad es que la carrera la corres sola.
Ayer me acosté a las 20:40, derrotada, después de un domingo con dolores inexplicables que ni siquiera los médicos pueden descifrar. Mi cuerpo, en su infinita sabiduría, ha decidido que coleccionar síntomas sin diagnóstico es su nuevo pasatiempo. Si fuera un personaje de una novela de Virginia Woolf, estaría debatiendo si mis dolores son reales o una construcción social del malestar femenino.
Pero bueno, es lunes. Es temprano. Está oscuro. Hay perros. Hay vida. Y mientras haya vida, podemos seguir avanzando por esta trama absurda, que a veces parece escrita por Beckett, a veces por Woolf, y otras, en los días más agotadores, por Kafka.


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