Siempre he sentido que mi papel en el mundo es el de ayudar a los demás. No sé si es algo que elegí o si simplemente lo llevo en la sangre. Me sale natural, como un reflejo. A veces incluso antes de que me pidan ayuda, ya estoy buscando la manera de aliviar la carga ajena.
Pero esta vez no lo hice bien.
Hace poco, intenté ayudar a una chica que estaba pasando por un momento muy difícil. La habían desahuciado de su piso y no tenía dónde dejar a sus dos perras de agua. No lo dudé: me ofrecí a cuidarlas. Pensé que, al menos, podría darles un sitio seguro mientras ella intentaba recomponerse.
Y, sin embargo, todo empezó a torcerse.
Las perras no estaban acostumbradas a estar sin su dueña y, en su ansiedad, mearon por todas las camas. Cuando lo vi, algo dentro de mí se quebró. Otras veces he pasado por situaciones similares sin que me afectaran, pero esta vez fue distinto. Me sentí mal, desbordada, incapaz de gestionar lo que estaba pasando.
Cuando su dueña vino a recogerlas, llegó tarde. No me había avisado sobre lo de la incontinencia, y yo estaba agotada. Por primera vez en mucho tiempo, no me guardé lo que sentía. Le hice saber lo difícil que había sido para mí. No fui cruel, pero fui honesta.
Después, cuando las perras se fueron y el silencio volvió a la casa, me invadió una sensación amarga. No por lo que había pasado, sino por mi propia reacción. No había sabido ayudar como debía. No como me hubiera gustado.
Y entonces, la culpa.
Esa maldita culpa que se cuela cuando crees que no hiciste lo suficiente, cuando sientes que podrías haber sido más paciente, más generosa, más comprensiva. Me arrepentí de haberle hablado así. No por lo que dije, sino porque lo dije desde la frustración y no desde la empatía. Porque ella ya tenía suficiente con lo que estaba viviendo y yo solo añadí más peso a su carga.
Hoy quiero pedirle disculpas. No porque lo que sentí fuera inválido, sino porque fui ignorante. Porque no supe ver más allá de mi propio malestar y, en lugar de aliviar, añadí más dolor.
He aprendido algo importante de esto: no basta con querer ayudar, hay que saber ayudar. Y a veces, ayudar significa también gestionar lo que sentimos antes de volcarlo en los demás.
Ojalá pueda hacerlo mejor la próxima vez.
Porque ayudar es mi forma de estar en el mundo.
«No se ve bien sino con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.» – Antoine de Saint-Exupéry, El Principito


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