Dicen que no hay que vivir en el pasado, que la nostalgia puede atraparnos y alejarnos del presente. Y es cierto. Pero hay momentos en los que los recuerdos vuelven con una fuerza incontrolable, a veces traídos por una imagen, un olor, una canción. Hoy, un video que me redirigió mi madrina, repleto de fotografías y escenas de otros tiempos, ha despertado en mí una oleada de emociones que me ha llevado a reconocer algo sin rodeos: en mi caso, cualquier tiempo pasado sí fue mejor.

Lo fue, sobre todo, porque en él estaban aquellos que fueron imprescindibles en mi vida: mis padres, mis abuelos, mis hermanos. Lo fue porque crecí en la seguridad de la calle Fontaíña de Ferrol, en aquella primera casa que era un hogar en toda la extensión de la palabra. Todo eso se rompió cuando murió mi padre. Desde entonces, nada ha logrado suplir la felicidad de aquellos días.

El poeta Jorge Manrique, en sus Coplas por la muerte de su padre, nos legó una de las reflexiones más conocidas sobre el paso del tiempo y la fugacidad de la vida. Aunque no escribió exactamente «cualquier tiempo pasado fue mejor», sí dejó versos que transmiten esa idea:

«Cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor.»

Sus Coplas no solo son un canto a la memoria del padre del autor, sino también una meditación sobre la brevedad de la existencia y el carácter inevitable de la muerte. Con un tono elegante y melancólico, Manrique nos recuerda que la vida es efímera y que todo lo que alguna vez fue, cambia.

Y aunque racionalmente sabemos que la vida es evolución y que idealizamos lo que quedó atrás, no puedo evitar sentir que mi infancia y juventud fueron etapas doradas. No solo porque el tiempo suaviza los bordes ásperos de los recuerdos, sino porque en mi caso, aquella época estaba marcada por el arraigo, la salud, la despreocupación que solo la infancia y la adolescencia pueden conceder cuando has crecido rodeada de amor y sin grandes problemas.

Luego vino la vida adulta con su complejidad. Pero aquel tiempo en el que todo parecía simple y claro, en el que el hogar era un refugio inquebrantable, en el que mis seres queridos me sostenían con su sola presencia, es insustituible.

No quiero dar grandes detalles de mi vida porque esto no es un relato personal, sino una reflexión sobre el porqué de esta tendencia a recordar tanto el pasado. Y la respuesta es simple: porque en él estaban los pilares que me daban estabilidad, equilibrio y seguridad.

Sí, hay que vivir el presente. Sí, la vida sigue y nos ofrece nuevas alegrías. Pero cuando la memoria nos lleva de la mano a esos días, es inevitable reconocer que, a veces, cualquier tiempo pasado sí fue mejor.