Las guerras no surgen de la nada. Son fabricadas, calculadas y perpetuadas por quienes tienen el poder, y son estos mismos quienes, en sus lujosos despachos, deciden el destino de millones de vidas. Gaza, Ucrania, Siria, Yemen, y otras tantas zonas devastadas por el conflicto, son el resultado de la codicia, la ideología, y el afán de control de unos pocos.
Netanyahu, Putin, Biden, Al-Asad, y tantos otros. Estos son los nombres que se repiten, los rostros detrás de la maquinaria bélica que está acabando con el mundo. Mientras la muerte avanza, ellos justifican sus acciones en nombre de la defensa, la seguridad, o incluso la «liberación». Pero la verdad es que todo se reduce a una sola cosa: el poder. ¿Quién mantiene el control? ¿Quién extiende sus territorios? ¿Quién se beneficia de la destrucción de pueblos y naciones?

La ONU: atada de pies y manos
La Organización de las Naciones Unidas, que alguna vez fue vista como un símbolo de esperanza, hoy está despojada de poder. Paralizada por los intereses de las grandes potencias, se ha convertido en una institución incapaz de actuar. Las resoluciones son bloqueadas, las intervenciones se ven frenadas por vetos y, mientras tanto, las personas siguen sufriendo. Rusia impone su poder sobre Ucrania sin que el mundo haga más que condenar desde la distancia. Estados Unidos, por su parte, sigue respaldando a Israel sin cuestionar sus prácticas en Palestina.
La ONU es ahora un gigante atado, cuya influencia es casi nula en un contexto mundial donde las grandes potencias y las dictaduras regionales se reparten el botín sin ningún temor a rendir cuentas.

Siria: el poder perpetuado por la violencia
Bashar Al-Asad, igual que su padre Hafez, ha sido un dictador que ha logrado mantener el poder en Siria a base de represión, violencia y control absoluto. Durante décadas, la familia Al-Asad ha gobernado con puño de hierro, persiguiendo a sus opositores, silenciando a su pueblo y utilizando la violencia como herramienta de dominio. Y a pesar de la caída de Al-Asad en manos de islamistas en los últimos días, el vacío de poder que se abre solo traerá más caos y sufrimiento.
Es esencial recordar que el régimen de los Asad ha sido tan brutal como el de cualquier otro dictador, y la caída de un régimen no siempre significa el fin de la opresión. La historia nos ha enseñado que, cuando el poder se vacía, otros actores igualmente violentos suelen llenar el hueco. Así, el pueblo sirio, que ya ha sufrido una década de guerra y destrucción, sigue siendo víctima de un ciclo interminable de sufrimiento.

La sofisticación de la barbarie
La guerra, hoy en día, es un espectáculo globalizado y mediatizado. Los drones, con su precisión quirúrgica, nos muestran un tipo de violencia que ya no es cercana, sino virtual. Desde las pantallas de nuestros teléfonos y televisores, observamos cómo el poder mata a distancia, como si los seres humanos fueran cifras en una pantalla. La tecnología ha hecho que la barbarie sea más eficiente, pero también más distante y desconectada de la humanidad.
Las potencias y los intereses que sustentan esta industria de la muerte son las mismas que fomentan los conflictos. Los contratos de armas, las alianzas estratégicas, el comercio de equipos bélicos: todo esto se mueve en las sombras, mientras las vidas humanas se cuentan como pérdidas inevitables. Y mientras tanto, las víctimas siguen siendo invisibles, convertidas en estadísticas, desplazadas y desposeídas.

La historia de Marla: Una mirada desde dentro
Marla es canadiense, pero lleva en su sangre el sufrimiento de Siria. Su padre nació en Damasco, y junto a su familia, emigró a Montreal buscando escapar del régimen brutal de Hafez Al-Asad. Marla nunca conoció Siria, pero su padre, aun hoy, vive con la tristeza de un país que se desintegra frente a sus ojos. Cada conversación con él está impregnada de una angustia palpable, observando, desde lejos, el caos que se desata en su tierra natal y se pregunta, una y otra vez, por qué todo esto tiene que ocurrir.
“¿Por qué nos matamos por un trozo de tierra?” es una de las preguntas que su padre no deja de repetir. Marla, al escucharlo, siente una impotencia infinita. Su padre no entiende cómo un pueblo puede ser arrasado por la codicia y el poder. Tampoco entiende cómo las potencias extranjeras, que no tienen nada que ver con el sufrimiento de Siria, siguen financiando a dictadores, mientras los pueblos son despojados de su dignidad y su futuro. La violencia, el hambre, la desesperación, no tienen un fin, no hay un sentido.
Marla, que vive en un país donde la libertad es un derecho garantizado, no puede comprender cómo los derechos humanos pueden ser violados de tal manera. Y no solo en Siria, sino en muchos otros rincones del mundo. Ella recuerda las historias que su padre le contaba sobre las protestas en Damasco antes de que fuera exiliado. Protestas por la libertad, por la democracia, por la igualdad, que fueron brutalmente aplastadas por las fuerzas del régimen. Las mujeres, en particular, han sido las más vulnerables en este sistema opresivo, enfrentándose a la violencia, la humillación y la falta de derechos básicos. Marla no puede evitar pensar en sus familiares que se quedaron atrás, atrapados en un régimen que los oprime, que les niega la posibilidad de soñar con una vida libre.

¿Quiénes son los verdaderos vencedores?
Las preguntas de Marla y de su padre resuenan en todas las partes del mundo que viven bajo el yugo de la guerra. ¿Por qué, en pleno siglo XXI, seguimos matándonos por un trozo de tierra? ¿Por qué la humanidad no ha aprendido a resolver sus diferencias sin recurrir a la violencia?
Los vencedores, al final, no son las poblaciones que se levantan para pedir un futuro mejor, sino los que han perfeccionado el arte de la guerra. Los fabricantes de armas, los gobiernos que venden paz a cambio de dinero, y los líderes que mantienen el poder a través del miedo y la represión. Ellos son los únicos que salen ganando en este macabro juego. Las víctimas, en cambio, son quienes deben reconstruir sus vidas una y otra vez, mientras los vencedores siguen acumulando poder, riquezas y control.

El grito de las ONG: la última esperanza
En medio de todo esto, las ONG como Médicos Sin Fronteras, ACNUR, Amnistía Internacional o la Cruz Roja son las únicas que siguen luchando, la última línea de defensa para quienes no tienen voz, para quienes han sido despojados de todo. Mientras los gobiernos no hacen nada o se posicionan en contra de los derechos humanos, estas organizaciones siguen dando lo que pueden, con recursos limitados y en condiciones extremas.
Todas ellas, y las que no menciono, constituyen la única esperanza que nos recuerda lo que realmente importa: la vida humana y su dignidad. Pero su lucha, aunque esencial, no es suficiente. Necesitamos más. Necesitamos una acción global que no sea liderada por intereses económicos, sino por la urgencia de salvar vidas y garantizar los derechos fundamentales de cada ser humano.

¿El futuro puede estar en nuestras manos?
La guerra no es inevitable. El sufrimiento no es necesario. Y, sin embargo, seguimos viendo cómo los mismos nombres y las mismas estructuras perpetúan el ciclo de violencia y destrucción. Pero no tenemos que ser testigos mudos. El futuro de la humanidad depende de nuestras decisiones, de nuestra capacidad de exigir justicia y de nuestra lucha por un mundo en el que la paz, la libertad y los derechos humanos no sean solo palabras vacías, sino realidades vividas por todos.
No podemos seguir ignorando el sufrimiento de los demás. La indiferencia es cómplice. Es hora de alzar la voz, de exigir un cambio. La historia nos está observando, y no podemos seguir permitiendo que el poder, la corrupción y la violencia sigan dictando el curso de nuestras vidas.
El cambio verdadero no solo depende de las acciones de unos pocos, sino de una movilización colectiva, una presión constante desde diferentes frentes. Sobre estas posibilidades hablaré en la siguiente entrada.


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